Posted on: Junio 21, 2024 Posted by: odradek Comments: 0
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Una creencia campestre o ficción inocente que creí de niño es que los caballos duermen de pie. Este cuento no es del todo falso, claro, pero sí las explicaciones que me fueron dadas entonces. Decían que esta costumbre estoica e inconcebible, que ahora me recuerda la impresión que Bolaño definió como la “incomodidad legendaria” al ver a los oficinistas tomar café de pie en el Haití, tenía su causa en una limitación anatómica. Sin embargo, tiene que ver con una inconexión y una comprensión casi imposible, salvo para la etología, del instinto de un mamífero herbívoro. Los caballos no duermen siempre de la misma manera. En general, lo hacen cabeceando, luchan por mantener la conciencia ante el peligro de los depredadores oportunistas, del mismo modo en que lucha por mantenerse en pie un estudiante sonámbulo durante un viaje en bus a las cinco y media de la mañana, con las piernas siempre a punto de ceder. La mayoría de las veces, los caballos solo dormitan, pero cuando sueñan, lo hacen recostados e incluso acurrucados como un cachorrito cualquiera.

Los perros tienen costumbres similares. Aunque no es por miedo a los depredadores, pasan la mayor parte del tiempo dormitando.  Su sentido de territorialidad y protección, los sume en el mismo estado semiconsciente que a sus parientes acuáticos caniformes, que les permite dormir bajo el agua sin ahogarse. La postura, sin embargo, es mucho más apacible, y se ajusta sin producir figuras de apariencia extravagante a su anatomía. En general el perro dormita sobre su vientre, con las patas delanteras extendidas al frente y las traseras plegadas y fijas a los costados. Eventualmente, posa la cabeza en el suelo, pero también puede mantenerla erguida, con los párpados latiendo en movimientos periódicos que delatan su impulsopor mantener siempre un ojo abierto. En ocasiones, asume posturas menos esfíngicas y decorosas, enrollados sobre lsus costillas, desparramados con todas las extremidades extendidas y sobre el lomo o vientre.

Decían que esta costumbre estoica e inconcebible, que ahora me recuerda la impresión que Bolaño definió como la “incomodidad legendaria” al ver a los oficinistas tomar café de pie en el Haití, tenía su causa en una limitación anatómica.

 

Alhelí dormía desparramada sobre mi guata las mañanas en que me echaba a la lectura escolar prescrita, sobre todo en invierno. Roncaba a centímetros de mi cara, induciéndome, casi siempre, el sueño. Tenía un cuerpecito flacucho de Schnauzer miniatura, no pesaba mucho más de cinco kilos, y llegó para mi segundo cumpleaños. Pese a que mi mamá mantenía hábilmente el pelo de su barba y orejas (rasgos distintivos de su raza) con la misma máquina con la que cortaba mi pelo, nunca tuvo esa europea y calculada línea que se asociaría a su cuidada imagen. 

Se retorcía sobre su lomo como un gusano, para capturar los aromas de la tierra y el pasto que sólo interesa a los perros, y dormía en cualquier momento, lugar y posición. Tenía, para mi sorpresa, el instinto cazador de sus antepasados alemanes, resultado de una ingeniería genética cuyo fin era mantener a raya a los roedores que asediaban las granjas de la Selva Negra. Cazaba bolitas de calcetines que sacudía con fuerza hasta aniquilarlos. El gesto nos resultó tierno hasta que la llevamos de paseo al pequeño campo de mi tía en Niribilo, cerca de Constitución, donde terminó con la vida de algunos pollos vecinos. Entonces descubrimos que tenía un lado despiadado, que ocultaba bajo su disfraz de cachorrita faldera.

Recuerdo vagamente escenas de Fitzgerald, en El Gran Gatsby o A este lado del paraíso en las que algún personaje escruta la psiquis de quienes lo rodean a través de la observación detenida de las conductas inconscientes de sus cuerpos en reposo. Piernas o brazos cruzados, manos en los bolsillos, espasmos casi imperceptibles. Detesto ese tipo de análisis, porque no puedo evitar sentirme invadido por miradas ajenas al darme cuenta de que mi cuerpo está cargado contra un poste, que mi rodilla no deja de subir y bajar al ritmo de una música inaudible. En el caso de la Alhelí, nada en ella hubiera delatado su instinto cinegético, ni siquiera los movimientos de su cuerpo y sus pequeños ladridos cuando parecía jugar en sueños que, ahora, se revelan como probablemente sangrientos. De todas formas, aquello nunca me preocupó, y el episodio de los pollos muertos quedó como un testimonio de la naturaleza canina y una anécdota tierna.

Tenía, para mi sorpresa, el instinto cazador de sus antepasados alemanes, resultado de una ingeniería genética cuyo fin era mantener a raya a los roedores que asediaban las granjas de la Selva Negra. Cazaba bolitas de calcetines que sacudía con fuerza hasta aniquilarlos.

 

Poco a poco, a medida que envejecía, la Alhelí fue quedando sorda. Al llegar a la casa no podía contar con que saliera a mi encuentro y, en cambio, tenía que buscarla. Casi siempre la encontraba en el patio de servicio; un reducido cuadrado de pavimento pintado de amarillo pastel, donde guardamos herramientas y colgamos la ropa. Acurrucada bajo un rayo de sol interrumpido por la proyección del tejado, quedaba acorralada entre la sombra y una piscina de ripio que evitaba inundaciones en invierno. Su figura, comenzó a tomar la forma de una estatua, hasta que mi mano le acariciaba el lomo, como si le transmitiera algo de vida a esa perra vieja que disfrutaba sus últimos años.

Allí, donde su placer por la sangre de pollo no me espantó, sí me removió la tarde en que la vislumbré, en su sitio de siempre, sentada como una persona. En lugar de esa pose de sapo propia de su especie, extendía sus patas traseras hacia adelante y las delanteras colgaban a los lados, como si tuviera hombros. Su vientre, se abultaba  como ocurre después de una comilona, su mirada estaba perdida. Impresión que se acentuaba al ver que su cabeza se inclinaba a la derecha, como si llevara un tiempo sentada y reflexionando. Todo en esa posición parecía el reflejo de una mentalidad capaz de articular pensamientos. En un instante imaginé que esto implicaba una serie de constataciones imposibles; ella sabía lo que era un pollo, lo que era la sangre, la vida y la muerte. De un modo mucho más sofisticado de lo que había intuido hasta ese momento, era consciente. Obtusamente asumí que una consecuencia directa de esta consciencia oculta era la capacidad de un pensamiento moral a la imagen y semejanza de la humanidad. La masacre de los pollos, sin embargo, no me interesaba en absoluto. Abruptamente como había llegado, el miedo desapareció, diluido por la mirada de la Alhelí, que al verme tras la cortina, había recobrado su animalidad. 

Comprendo ahora que su mirada me había comunicado el entendimiento de su propio deterioro, se sabía sorda, se sabía vieja, se imaginaba muerta.

 


 

José Miguel Leiva (Padre Hurtado, 1999) es periodista de la Universidad de Chile, con menciones en Periodismo Narrativo y Cultural.