Son pasado las una de la madrugada y en la Rue Saint Benoit al llegar al Boulevard Saint-Germain se escucha levemente la voz de Maria Callas. Un hombre de unos sesenta años, luego de un infértil paseo por las calles parisinas en búsqueda de la atención de garzones y baristas, regresa a su piso y elige un selecto repertorio de la soprano griega. Suena en su radio Mamma morta, y revuelve con el mango de un cuchillo de mantequilla el aperitivo con vodka que se acaba de preparar.
Yann Lemée ha vuelto con cierta sensación de derrota. Si bien mantiene los gestos elegantes que la tristeza imprime en el movimiento de su cuerpo, los últimos años lo han envejecido y en su insistencia, la soledad ha perdido el encanto que antaño tenía sobre quienes lo miraban deambular por los bares de París. Este paseo nocturno no lo llevó a ningún hombre imposible ni a ninguna mujer mayor con la que pudiera llorar sobre la huída de romances imaginarios.
Han transcurrido más de dieciocho años desde la muerte de Marguerite Duras, de quién Yann fue su intenso último amante, también chofer, secretario personal y compañero de bebidas. La primera vez que se encontraron en persona –él ya la conocía hace años a través de su obra– fue en 1975 en Caen luego de la exhibición de India Song, película escrita y dirigida por la cineasta y escritora, basada en su novela El vicecónsul. El joven bretón de veintitrés años, alto y elegante sin saberlo, estudiante en ese entonces de filosofía, se acerca a su ídola y obtiene la dirección a la que escribirá durante años cartas breves -especie de billetes, según ella- encabezadas por el nombre del lugar en donde fueron escritas. Si bien son leídas, la mayoría se amontonan sin respuesta, hasta que algo lo hace detener su escritura. Duras extrañada por esta no correspondencia, le escribe invitándolo a pasar la temporada estival en la costa normanda junto a ella.
Yann Lemée ha vuelto con cierta sensación de derrota. Si bien mantiene los gestos elegantes que la tristeza imprime en el movimiento de su cuerpo, los últimos años lo han envejecido y en su insistencia, la soledad ha perdido el encanto que antaño tenía sobre quienes lo miraban deambular por los bares de París”.
Aquel verano de 1980 en Trouville comienzan su compleja historia de amor marcada por el miedo de ambos a la soledad y una especie de relación filial sexualizada y atravesada por la literatura. Él la acompaña, la cuida. Si bien maneja su auto y la lleva de compras, no la puede tutear, sigue teniéndola en un lugar de ídola, y recibe por esa compañía algún tipo de visibilidad en la escena cultural francesa de la época. Ella, pese a que había desistido de la idea, vuelve a tener a un hombre a su lado, apuesto y varios años menor, a quién le dicta qué ponerse, qué comer y a quién extraña y cela en su ausencia. Desde el psicoanálisis describen que la relación amorosa no existe, y la completitud de la unión de pareja es una fantasía. Entre Yann y Marguerite, la persecución de dicho anhelo, motivada por la soledad de ambos, está encuadrada por el envejecimiento y enfermedad de ella y la depresión y homosexualidad de él. La visibilidad de la edad de Duras y la orientación sexual de Lemée podrían parecer irrelevantes, pero son parte del asidero de su compleja y atípica vida conjunta. Pese a su éxito como escritora, su edad y estado de salud la hacen aislarse y dudar de la posibilidad de volver a ser amada. Para él, por su parte, hasta sus veintiún años el deseo de varones seguía siendo considerado un trastorno por la Asociación de Psiquiatría Americana, y hasta los treinta y ocho por la Clasificación Internacional de Enfermedades de la Organización Mundial de la Salud. Crece no solamente en una cultura que le considera enfermo, también lo hace en una Francia que mantiene en vigencia hasta los años ochenta la agenda legislativa homofóbica instaurada por la institucionalidad francesa colaboracionista nazi de la Segunda Guerra Mundial.
Al margen de los discursos legales y clínicos, Yann y Marguerite conviven en un arreglo sado-masoquista en que la idolatría indulgente de él se encuentra con la figura de genio literario de ella, al punto de darle un nombre, con la promesa de una mejor vida. Yann Andrea, como ha sido renombrado, deambula al atardecer y sus ojos lascivos buscan en otros hombres el código que en el silencio se ha gestado. De regreso al número 5 de la calle Rue Saint Benoit, compra algunas verduras en el almacén y luego bollería en el Café de Flore de la esquina. Duras lo espera sentada en el sillón del living que comparten, le pregunta recelosa dónde ha estado y, en medio de la discusión formada entre excusas y reclamos, aprovecha nuevamente la oportunidad de recordarle que él no es nadie al lado de ella, que lo ama, lo necesita.
Cuando le preguntan sobre su vida amorosa, titubea, gira su rostro y sonríe. No sabe de qué manera esta convivencia puede responder a la curiosidad inquisidora de los periodistas. No sabe de eso que la tradición ha dado la forma de amor. No hay matrimonio, no hay hijos, pero se las arreglan para sobrevivir el uno con la otra. Su respuesta en la suavidad de su voz es la sobrevivencia que, a pesar de las discusiones en las que aparece el temor a la no-reciprocidad del afecto y la duda sobre su capacidad de amar, se sostiene en la escritura de los hombres que desean y de los que viven despidiéndose. Conocer a Lemée, a ese Yann previo a y desprovisto de Duras, resulta casi imposible. Se le conoce por el nombre que ella le ha dado, como escritor la crítica lo trata como su mimo y lo mantiene a su sombra. Su rol de cuidador y acompañante se robustece junto al envejecimiento y deterioro del cuerpo de ella, que insiste en escribir hasta días antes de su muerte dictándole las palabras a su servil amante. Así le sobrevive por dieciocho años en un apartamento más pequeño que le heredó en la misma calle en la que acostumbraban a pasear, defiende la obra durasiana incluso de su propio hijo y sigue la escritura inspirada en su convivencia.
Cuando le preguntan sobre su vida amorosa, titubea, gira su rostro y sonríe. No sabe de qué manera esta convivencia puede responder a la curiosidad inquisidora de los periodistas. No sabe de eso que la tradición ha dado la forma de amor. No hay matrimonio, no hay hijos, pero se las arreglan para sobrevivir el uno con la otra”.
Intento imaginar a Yann Lemée, qué es lo que piensa y siente, por qué se aísla tras enviudar, por qué desea la muerte. La imposibilidad en torno suyo es casi erótica y logra cautivar a otra escritora. Tras dos años de triste encierro, vuelve a aparecer con la publicación de libros durasianos y el estreno fílmico de la adaptación de uno de ellos. Su regreso ha estado animado por el encuentro con la editora y traductora alemana, Maren Sell, siete años mayor que él. Ella se ha encargado de azuzar el deseo en Lemée y de detener su caída con palabras que evocan el fantasma de una escritora que los pena a ambos, y ante el cual exhiben la huidiza dinámica sobre la que se sostiene su romance.
La visibilidad del escritor está sujeta a la intermitencia de luces que se posan sobre él al hablar de la célebre escritora. Han transcurrido más de tres décadas desde aquel verano inaugural de su amor y su cuerpo ha sido extraviado en la sombra de su seudónimo. Los titulares lo reencuentran un día de julio de 2014, aluden a la muerte del último amante de Duras. A su alrededor: los libros, alcohol y otros objetos que solo quedan a la imaginación por la escurridiza figura que ha sido Yann Lemée.