Porque cuando su propia luz se apagó
no se quedó sin embargo a oscuras. Una
especie de luz le llegaba desde una
ventana en lo alto.
Esta es la historia de un restaurante. De una serie de pinturas que decorarían las paredes de un restaurante. Es junio de 1958 y Mark Rothko, en ese entonces un pintor ya bastante reconocido, calificado a su pesar como “expresionista abstracto”, recibe de parte de los dueños del flamante Four Seasons, ubicado en la primera planta del edificio Seagram, en Manhatthan, la invitación a hacerse cargo de la decoración del salón privado del que sería uno de los más lujosos restaurantes que jamás se hubieran inaugurado, según proclamaba la prensa del momento. Lo había recomendado Alfred Barr, director del Museo de Arte Moderno de Nueva York. Sus cuadros estarían emplazados en el único salón privado del inmueble diseñado por Mies van der Rohe de acuerdo a su noción de “espacio universal” –marcos espaciales en cuyo seno puede tener cabida cualquier cosa–, entre piscinas, follaje, piedras de travertino y accesorios de bronce, a lo que se sumaría más tarde una importante colección de arte que incluiría, además de los suyos, lienzos de Picasso, Joan Miró y Jackson Pollock. Le ofrecieron la onerosa suma de 35 mil dólares, nada en relación con los exorbitantes 75 millones de dólares que alcanzaría una pieza suya en un remate de hace algunos años, pero no era poco.
Rothko aceptó, e inmediatamente se hizo de un taller adecuado para dar inicio a la producción del encargo site specific, un antiguo gimnasio reformado con proporciones similares a las del salón que se le encomendó. Hacía ya diez años que venía trabajando el gran formato, preferentemente vertical, con la serie de pinturas conocidas como Sectionals. Lo de ahora, sin embargo, tendría un formato algo distinto: imaginó un conjunto de paneles murales apaisados que rebasarían definitivamente el formato en el que hasta entonces había experimentado. “Para mí los cuadros pequeños son como novelas y los cuadros grandes como obras de teatro en las que uno participa directamente”, aclararía a uno de los asistentes a la conferencia que en noviembre de ese año dictaría en el Pratt Institute. Y es famosa la confesión que hace a su amiga Dore Ashton cuando lo visita en su taller de Bowery Street y lo descubre trabajando en los paneles: “he creado un lugar”, le dice. “He creado un lugar”.
Realizó tres series, en total casi 40 paneles. La primera serie no le gustó como conjunto y la vendió aparte. En la segunda dio con la idea básica, aunque la fue modificando sobre la marcha; le parecía, todavía, demasiado cruda. La tercera, realizada entre el año 59 e inicios del 60, sería la definitiva. Si definitivo puede llamarse un conjunto producido específicamente para un lugar en el que nunca se montó. Porque así fue: Rothko finalmente desistió, devolvió la plata y se quedó con los paneles. ¿La razón? Mucha tinta periodística y especulativa ha corrido tras ella. Existe sin embargo un testimonio al que varios se aferran. El testimonio de un modesto escritor norteamericano que en el verano de 1959 había coincidido con Rothko en el USS Constitution viajando ambos de vacaciones rumbo a Italia.
Era la primera noche a bordo tras salir de Nueva York. Después de cenar, sustrayéndose al entusiasmo festivo que repletaba y repletaría cada noche los salones del barco, Rothko encuentra solo a John Hurt Fisher en el bar. Se acerca a él y se presenta. Toma asiento y muestra interés en conversar –Rothko era, al contrario de lo que uno podría pensar, un gran conversador, gran fumador y gran bebedor– no sin antes asegurarse de que Fisher no tuviera nada pero absolutamente nada que ver con el mundo del arte, un mundo que, según le aclararía, no le inspiraba ninguna confianza. Siendo que no era así, que el mundo de Fisher era, por decirlo de alguna manera, completamente otro –un mundo vinculado a la escritura pero, más precisamente en ese momento, al compromiso político con el candidato demócrata a la presidencia Adlai Ewing Stevenson, para quien escribía los discursos–. Siendo así entonces Rothko se explaya contándole acerca del encargo en el que llevaba trabajando hacía más de un año de manera incansable y que lo tenía no solo agotado sino completamente enrabiado. “No aceptaré nunca más un trabajo como éste”, le habría dicho, o al menos eso recordaría Fisher que le dijo Rothko cuando horas más tarde, de vuelta en su habitación tras varios whiskys, se animara a sacar su libreta para anotar la sustancia, lo medular de esa primera conversación. “De hecho”, continuaría Rothko con sus diatribas, “he llegado a la conclusión de que ninguno de mis cuadros debería estar expuesto en lugares públicos. Acepté el encargo como un desafío, con la peor intención. Con la esperanza de pintar algo que le estropeara el apetito a todo hijo de puta que comiera en la sala. El mejor cumplido sería que el restaurante se negara a colgar los murales, pero no lo harán. La gente aguanta lo que sea hoy día”. Tendría presentes, de seguro, las duras críticas que había recibido de parte de sus amigos tras haber aceptado el encargo: Barnett Newman y Clyfford Still, los más severos, lo habían tildado de “prostituta del arte”. Por eso intentaba excusarse: “Debemos encontrar un modo de vida y un trabajo que no tenga la consecuencia de ir acabando con todos nosotros”, le confesaría a Fisher, algo dolido, durante alguno de los cuatro días que duró el trayecto. O tal vez más tarde, mientras recorrían juntos las ruinas de Nápoles.
El caso es que Rothko había iniciado ya la serie que se conocería como la definitiva. Había dado, por ejemplo, con la paleta cromática, que describió a Fisher como una “paleta oscura, más sombría que cualquier otra cosa que hubiera hecho anteriormente”, y que alcanzaría su espectro definitivo al encontrarse, tras el desembarco, con los frescos romanos que decoran el antiguo comedor o triclinium de la Villa de los Milagros, en Pompeya, representación de un rito de iniciación en el culto a Dionisos. Creía, sin embargo, que ni esa paleta hecha de púrpuras, rojos vinosos y negros ópticos lograría vérselas con la indiferencia del espectador, al que consideraba capaz de activar un cuadro con su sola mirada, o bien de matarlo, con su desprecio. “La gente aguanta lo que sea hoy día”: incluso verse rodeada de una serie de ventanas tapiadas que, como las de Miguelángel en la biblioteca Laurenziana, en Florencia, no solo no mirarían en ninguna dirección ni se abrirían a efecto alguno de profundidad –“Estamos a favor de las formas planas porque destruyen la ilusión y revelan la verdad”, le había escrito Rothko a su amigo Gottlien años atrás–, sino que encarnarían, más bien, la ceguera propia de los mausoleos, de la muerte. De eso que George Didi-Huberman llama “el fulgor del umbral” a propósito del realismo de lo oscuro en las ventanas de algunas tumbas en Ravenna que Rothko, en efecto, pudo visitar.
Sea como fuere, su búsqueda no se detendría hasta el momento en que, ya de regreso de su viaje a Italia y teniendo el encargo más o menos listo, él y su mujer fueran a comer al restaurante de cuyas paredes colgarían las ventanas tapiadas en que se habían convertido sus paneles. María Gainza lo imagina así: “El restaurante rebalsaba de trajes azul marino de Brooks Brothers, corbatas de Stefano Ricci, collares de perlas y estolas de armiño. Rothko saboreaba un gaspacho, sus ojos nerviosos escaneaban el lugar. De golpe, detuvo la cuchara en el aire, a mitad de camino entre su boca y el plato, y le preguntó a Mell –su esposa– si no olía algo raro. ‘¿Qué clase de olor?’, dijo ella. ‘Como a dinero podrido’, contestó Rothko. Luego apuró el trago, empujó la mesa y anunció que rompería el contrato”.
Hoy día buena parte de los paneles se conserva en la Tate Gallery de Londres y en el Museo Kawamura, en Japón. Se parecen a lo que vemos cuando cerramos los ojos frente a una ventana cuya luz nos encandila: el marco que se trasluce a través de la carne de los párpados, la carne de los párpados resistiéndose, roja, a la oscuridad. A una última oscuridad.