Posted on: Junio 5, 2020 Posted by: odradek Comments: 0
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La lista de un pequeño catálogo de la culpa tiene que empezar con las manos, muchas tomas de manos. Hice un pequeño recuento, un zapping mental de los charlatanes y vendedores de cosas que no sirven, porque en el fondo son la metáfora del poeta: único charlatán declarado, aunque todos los discursos —el periodismo, la ciencia, ni hablar de la academia— sean ficcionales y chamullentos. Era una recolección de imágenes, desde el que te ofrece poemas con olor a axila hasta la anciana que se ponía afuera del Centro Cultural san Martín en Corrientes. Y los performeros. La rapidez de manos del carterista de Bresson y la del que pica papas en forma de zig-zag. O el mismo zig-zag de sus manos con una aspiradora pequeñita que solo ellos saben usar y que no sirve para absolutamente nada. El sistema de dibujitos que sí sirve pero con el que solo ellos hacen unos rosetones y formas de colores que parecen pequeños mandalas en el Paseo Ahumada. Mandalas: el charlatán habla de microcosmos y macrocosmos ante unos volados que aristocráticamente aprueban con la cabeza desde unas sillas de playa tipo Caluga o menta.

Lo que da la impresión a veces es que ni siquiera quieren vender esas baratijas sino solo hacer ostentación narcisa de su capacidad de tahúres. Quizás saben que las manos son lo que las mujeres miran de la misma manera que miran sedas y joyas, como esas alumnas que miraban fascinadas las manos del profesor Néstor García Canclini cuando jugaba con un bolígrafo o del profesor Jorge Guzmán en sus magistrales charlas ante las que ellas caían desfallecidas de amor intelectual sublimado. Sí, eso debe ser, quizás los charlatanes no quieren vender nada y su charlatanería es un acto independiente, como esas teorías literarias audaces según las cuales no existe o no debería existir el lector, como lo que propone Damián Tabarovsky en Literatura de izquierda. Seducción de unas manos en el solo de una guitarra o la infamia clasista de los camarógrafos televisivos que, a falta de una toma mejor y más dignificante, graban las manos nerviosas de la gente en un campamento o luego de una desgracia como el terremoto.

Pienso en el tema de Sandro sobre las manos de su madre, «las manos que trajeron / la lámpara a mi cama / tapándome la espalda / en el invierno cruel». O en Irina Palm, de Sam Garbarski, en donde una respetable viuda sin medios económicos para el tratamiento médico de su nieto busca desesperadamente trabajo y cae en un lugar en donde el regente del prostíbulo la rechaza por vieja, pero al despedirse se dan cuenta de la suavidad y roce de sus manos, que rápidamente se convierten en una mina de oro cuando se corre el rumor que esas manos hacen las mejores pajas del Reino Unido. El casting de Garbarski es premeditado y preciso porque esa mujer le hace pensar a todo el mundo en su propia madre. Todo está en las manos: el robo y las caricias, o la culpa, como en ese poema de Carlos Drummond de Andrade sampleado por Mark strand y vuelto a samplear luego. En él dice que su mano está sucia, que debe cortarla, el jabón no sirve, nada puede lavarla, es una especie de jaiba o araña infecta, cancerígena, que trata de esconder en el bolsillo. Él quiere una mano que pueda estrechar o mostrar, pero no hay caso. Había una canción noventera de Soundgarden sobre eso, sentir una carga en las manos. Es como esa cosa terrible que se siente luego de un quiebre amoroso o las depresiones voluptuosas, cuando las manos se desconectan del cuerpo y se declaran en huelga total y se niegan al más mínimo movimiento.