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Ir hacia el naufragio
El espectador de una catástrofe sobrevive gracias a una cualidad inútil: poder ser espectador. Esta observación, en apariencia evidente y liviana frente a los horrores pasados y presentes, se la debemos a Hans Blumenberg. Gracias a él, contamos con una lúcida genealogía de la metáfora del naufragio con espectador, desde la imagen original concebida por Lucrecio en De Rerum Natura hasta las tempestades y el pesimismo conservador de Burckhardt.
Un naufragio y el observador en tierra firme que contempla la agonía de los ahogados, ilustran la distancia con el sufrimiento ajeno y develan la mirada de quien no necesita aferrarse a una tabla para mantenerse a flote. Actualicemos la escena a nuestros tiempos y en vez del hundimiento de la embarcación a remo y vela que imaginó Lucrecio, pensemos en una guerra, un incendio, terremoto o tsunami. Los roles se repiten: quienes sufren y quienes observan el dolor de los demás, esta vez a través de una pantalla.
Para soportar y, quizás, avanzar algunos centímetros desde la penosa condición del espectador de los horrores contemporáneos, recurrimos a la solidaridad y protesta virtual, contribuimos con una cuota mensual a organismos humanitarios, y dirigimos nuestros pensamientos y oraciones en favor de los desvalidos y víctimas. Lo hacemos aún a pesar de que sabemos que ninguna de estas acciones podrá eliminar la distancia estructural entre nosotros y los náufragos, entre los testigos de la barbarie y la bomba que cayó a mil kilómetros del ropero y el refrigerador.
Según Sloterdijk, el derecho a la anestesia es una exigencia del hombre moderno. Demandamos la interrupción de nuestra sensibilidad al dolor como forma de no estar presentes en situaciones extremas de nuestra existencia, aún a pesar de la pasividad que conlleva el uso de la anestesia, porque vemos en ella una herramienta al servicio del propio yo. La narcosis salvaguarda nuestra tranquilidad frente al dolor que proviene tanto del bisturí como de las imágenes. Los filtros que aplicamos vendrían a ser el anestésico virtual que nos salva de contemplar el horror a través de una pantalla, alejándonos de repetir nuestro papel de espectadores inútiles del naufragio.
La saturación de las imágenes de la barbarie parece ser una dolencia de la cual no conocemos más cura que la anestesia. He oído a conocidos y amigos implorando por una tregua que calme el dolor que nos producen los náufragos que elevan sus pantallas para registrar sus últimos instantes, exhortando al mundo a ir hacia ellos.
Hace cinco días zarpó el Madleen desde Catania, en dirección a Gaza. En este momento el velero se encuentra frente a las costas de Alejandría, a mitad de camino, y hace algunas horas acudió al llamado de auxilio de una embarcación de refugiados que se hundía en medio del Mediterráneo. La tripulación del Madleen, a contrapelo de la metáfora de Lucrecio, va directo hacia el naufragio. Montaigne no les aconsejaría esta ruta, puesto que los más débiles asumimos papeles más cómodos y menos arriesgados, como el ser espectadores del hundimiento. El Madleen ha invertido la imagen sempiterna del naufragio y su travesía, sin importar si culmina en tierra firme o en el fondo del océano, es un signo histórico que altera nuestra relación y distancia ante el dolor de los demás.
Demandamos la interrupción de nuestra sensibilidad al dolor como forma de no estar presentes en situaciones extremas de nuestra existencia, aún a pesar de la pasividad que conlleva el uso de la anestesia, porque vemos en ella una herramienta al servicio del propio yo. La narcosis salvaguarda nuestra tranquilidad frente al dolor que proviene tanto del bisturí como de las imágenes. Los filtros que aplicamos vendrían a ser el anestésico virtual que nos salva de contemplar el horror a través de una pantalla, alejándonos de repetir nuestro papel de espectadores inútiles del naufragio.
Greta Thunberg y sus compañeros encarnan la esperanza que imaginó Ernst Bloch, aquella que nos sitúa sobre el miedo y nos invita a dejar de ser meros espectadores pasivos, a renunciar al derecho a ser anestesiados del holocausto y la masacre. En su exilio, Bloch defendió el optimismo militante, en oposición al optimismo concluso, forma abominable del optimismo frente a la miseria del mundo. El optimismo militante no acorta la distancia desde la que contemplamos el dolor de los demás, pero nos entrega una nueva forma de observar las imágenes del horror, sin la comodidad o pasividad de quien no es capaz de evocar las imágenes de la esperanza, como aquellos vídeos de Thiago Ávila en la cubierta del Madleen, surcando el Mediterráneo mientras suena de fondo El derecho de vivir en Paz. El optimismo militante demanda un compromiso con la esperanza y sus múltiples representaciones como forma de desafiar el cerco mediático y el alivio temporal que nos producen los filtros.
La contemplación y difusión de las imágenes de la catástrofe debe ser desafiada con la observación y circulación de las imágenes de la esperanza, afecto que sale de sí y da amplitud a los hombres en lugar de angostarlos. Hoy nuestra esperanza yace en las velas del Madleen, en los alimentos y medicamentos que viajan en su bodega. No importa si las provisiones se acaban o si sus tripulantes son detenidos: la travesía hacia el naufragio y los náufragos ya ha comenzado, la metáfora de Lucrecio ha sido invertida.
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