Playas vacías. Alberto Parra

Es algo triste el panorama de un evento autogestionado que no logró la convocatoria deseada pese al esmero del artista. En medio de la performance, el exponente levanta la cabeza y descubre entre el público un puñado de comensales -su madre y mejor amigo entre ellos- que se han reunido por azar o sangre y que se esfuerzan para no distraerse en conversaciones triviales en medio de la presentación anémica. Este choque entre deseo y realidad lo acongoja. Su familia y amigos lo animan, lo besan en la mejilla, le aplauden sus talentos entre risillas nerviosas. Para el artista, el sentimiento no mengua.

Alguna vez escuché la receta del perfecto huevo a la copa durante una exposición de danza contemporánea. Tienes que hervir de 3 a 4 minutos el huevo y luego un golpe de frío con agua helada. El huevo se pela solo. Sobre los movimientos de danza, no recuerdo mucho, solo la vergüenza ajena de la sala casi vacía y los aplausos de una familia entusiasmada.

Acabada la muestra, el regocijo de las familias desconoce la vergüenza íntima del artista que ruega, con toda justicia, que lo trague la tierra. Lo que el azar reunió, por otro lado, vuelve a la rutina. Nada ha cambiado salvo la autoestima de nuestro artista.

Estos tristes espectáculos rara vez tienen que ver con la calidad de la presentación. Es más, cuando la calidad es evidente, cada pequeño ruido de cartera, de encendedor, de botella, irrumpe con mayor ímpetu, subrayando lo precario de la obra. Un poema no se rompe en silencio, pero en una pieza, una risa lo quiebra. Y cuando hablamos de arte amateur, precario, o de mala calidad, estas interrupciones auxilian a los que, incómodos, intuyen el despilfarro. En estos casos el poema es el ruido y la anécdota.

Un espectáculo opuesto ofrece un show concurrido de banda local. Acá lo que divierte es el resto de las bandas que atienden de público. Mientras más aumenta el entusiasmo del resto, más se cruzan de brazos y escudriñan de reojo, buscando el error, mentándolo, como haciendo mal de ojo. Aunque medie la amistad, una bajista de público nunca va a disfrutar el éxito de su compañero que performa. Una vez escuché a un vocalista de hard rock bajarse del escenario y preguntarle a su guitarrista: “¿Ganamos el partido?” El guitarrista respondió con alevosía: “ganamos el campeonato”. Eran la banda que esa noche cerraba la fecha. 

En palabras de Próspera, la protagonista de Verdugo: “Tengo dos clases de colegas: los que hicieron ya el ridículo y los que están por hacerlo”. Me emparento tanto con el triunfo como con el desaire. He estado leyendo en habitaciones frías para cinco personas donde el crujir de unos skinny jeans decapita cualquier verso o prosa. Y también me he enfrentado a una marea de exaltados que sacuden sus melenas. Y entre ese mar de pelo y sudor, a lo lejos, alguien que me escudriña y cela. Es así la naturaleza de la exposición, trágica por su dependencia. 

Las memorias de artistas longevos que alcanzaron un peak de estadio siempre recuerdan los primeros momentos, íntimos, donde escribían solos en habitaciones heladas o componían canciones en desafinadas guitarras acústicas. Los momentos donde un artista logra algo, casi siempre ocurren en soledad. Y digo casi para incluir el baladro, la danza primitiva, la música de las cavernas que ahuyentaba las bestias y daba coraje al cazador.

La presentación obedece a otra necesidad y, por lo tanto, tiene otras consecuencias. 

Conozco artistas que, tras una decepcionante presentación, abandonaron el oficio del todo y se volcaron a sus carreras profesionales. Muchos doctores esconden sus fender stratocaster con la ropa de invierno y los mocasines. Los abogados, más dramáticos, queman sus escolios y cuentos cortos para dedicarse a redactar denuncias o defensas. 

Los que sobreviven a la inmolación desarrollan un pequeño hábito de consumo. Si su popularidad crece, el hábito también crece. Algunos adictos perduran en los escenarios hasta la senilidad. Otros, dignamente, se retiran cuando les flaquean las piernas.

Los otros, la mayoría poetas, sobreviven en el anonimato de sus piezas. 

Esas piezas son una medina. Los embates del celo y la envidia la sitian, pero no penetran. Afuera abunda la desesperación, la mediocridad y el tedio. Dentro, todo es imaginación desbocada. “Sin timón y en delirio” confinado, de la pieza. Una fobia a la lástima me tiene dentro de esa pieza. Cuando alguien me consulta por mi proceso creativo, suelo quedarme sin palabras mientras  evoco imágenes que me inspiran. Puros incendios. Luego, un remanso, y respondo: “imagina una playa vacía…”

 

Imagen de María Rojo

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