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No se explica que la ilustradora del Tarot Rider Waite, el más conocido y popular mundialmente, no tenga una tumba. A veces ciertos aficionados con péndulos se acercan a Cornwall, un sitial frondoso en la península más trasera y olvidada de Inglaterra, buscan trazos que indiquen dónde fue enterrada. Conocida como una Pixie, dicen que se perdió en ese bosque insular, un hada que desapareció del mundo porque se rompe la promesa que ingenuamente pactó. Terminada la Segunda Guerra Mundial, toda su obra, que incluía pinturas, ilustraciones, libros de oración, rarezas esotéricas, manuscritos inéditos y correspondencia, fue rematada a desconocidos para costear sus deudas. El volumen tercero de la Gran Enciclopedia del Tarot, en una esquina de la página, confirma escuetamente que no hubo ningún cortejo fúnebre.
Una de las únicas fuentes que describen a Pamela Colman Smith, en el libro de Arthur Ransome sobre la bohemia de principios de siglo XX en Londres, la retrata como “una extraña criatura, ahijada de una bruja y hermana de un hada… muy oscura y no tan delgada, cuando sonreía, con su sonrisa particularmente contagiosa, parecía que sus brillantes ojos gitanos desaparecían”. A ratos socialité excéntrica, recibió en su piso a personalidades de la época para recitarles cuentos folklóricos de Jamaica, actuarles poemas infantiles irlandeses y tocarles en piano las melodías de su amigo Debussy. Una foto anónima del 1912 la muestra con abundantes collares y plumas en la cabeza, expresión traviesa, la mirada en la luna, sentada de piernas cruzadas y acompañada de una variedad de juguetes teatrales.
Un par de años después, le confiesa al hermano de Yeats que se siente
Sola y en medio de la gente,
Sola en medio de colinas y valles hermosos;
Sola en un barco en el mar;
Sola – sola, y en todas partes.
Pamela Colman Smith, nació en una familia de comerciantes en Pimlico, Middlesex, en el centro de Londres. Sus parientes estadounidenses eran una mezcla rara de pintores, escritoras de libros infantiles y lectores de Swedenborg. Y pese a toda la evidente filiación, era un secreto a voces que fue adoptada porque parecía una mezcla entre africana y japonesa. Sin contar con la debilidad congénita de su madre Corinne, era un rumor fuerte e injusto que la persiguió siempre. Vivió en un mundo que no estaba a la altura de su alegría.
Hija única pero no consentida, pasó invisible y sonriente por varias casas. En las toxinas de Manchester sus primeros años, disimulando la pobreza, su padre Charles logró una oportunidad en la compañía de ferrocarril de la West India Improvement Company en Jamaica, pronto a ser denunciada y quebrada como el peor negocio colonial. Pam estimuló su imaginario en Kingston, ciudad con fama de terremotos, incendios, huracanes y epidemias de cólera. Ya solía tener visiones, sonidos que eran colores, colores que susurraban palabras y el mundo era una paleta de conexiones misteriosas. Se pasaba las tardes sola ensimismada, miraba pasar coches tirados por mulas, su madre no se levantaba de la cama mientras su padre viajaba e intentaba resolver sus negocios al borde de la quiebra. Los cuentos de la araña Anancy, patrona de Ghana y la mismísima timadora de la isla, le llegaron a sus oídos de criadas jamaiquinas. Una araña llena de trucos y trampas que burla a los colonos blancos fue el paisaje de sus noches, en los momentos donde se acababa la lámpara de gas, cuando todo quedaba oscuro con el ruido intermitente del puerto más lluvioso del Caribe.
Hija única pero no consentida, pasó invisible y sonriente por varias casas. En las toxinas de Manchester sus primeros años, disimulando la pobreza, su padre Charles logró una oportunidad en la compañía de ferrocarril de la West India Improvement Company en Jamaica, pronto a ser denunciada y quebrada como el peor negocio colonial.
Sus padres, que apenas la miraban con tanta sobrevivencia, vieron la oportunidad de mandarla a estudiar a Brooklyn a las tierras de sus parientes. A veces la miraban de reojo pintando con lápices secretamente robados, y hacían vista gorda porque su niña era un ángel pobre incapaz de cualquier daño. A sus 15 años, con un cuaderno lleno de dibujos de la flora y fauna mitológica de las Montañas Azules jamaiquinas, con una inocencia infartante y tercermundista, parte al novísimo Instituto Pratt para ser pupila de Arthur Wesley Dow, continuador acérrimo de la ética y estética del Arts and Crafts. La vida simple entra contacto con la industria de la fotografía, el cartelismo y las pinturas por encargo.
Su primera exposición coincide con la muerte de su madre en la ya lejana Jamaica, y Pam nunca supo por qué, ni pudo asistir a su entierro, pero sabía perfectamente que la había matado la pena, la misma que sin saberlo la perseguía en su felicidad ingenua. Se enferma varios meses, su espíritu conoce paisajes melancólicos sin precedentes, ajenos, deformes. Ella adopta el rito de tomar agua con hielo, obsesiva, su piel empalidece. Charles la cuida, apenas con su propio duelo, y la insta a terminar sus estudios. Ya perdió a su esposa y no quiere que Pamela sea la siguiente. Pero se da cuenta que debajo de su cama tiene un libro ilustrado de las historias de la araña Anancy, escritas con el inglés nativo de la isla, y se da cuenta, pocos años antes de su propia muerte, que su hija puede trabajar encima del dolor.
Previendo su inminente final, la lleva de vuelta a Londres para presentarle a todas las personas que pueda, con ese libro que es joya incomprendida e incomprensible para un mundo inglés tan imperial. Cuando Yeats los recibe en su despacho a padre e hija, los encuentra “cómicos y primitivos”, y puede tocar ese libro folklórico. Hojea también sus ilustraciones de dramas shakespearianos, de cuentos antiguos de Irlanda, tarjetas de navidad y calendarios. Quizás intuye que la madre del tarot moderno tenía el don de una sinceridad fuera del tiempo, extravagante para el estreno de un siglo que sería de horror puro. La chica sabia con corazón de niño, de aire japo, pronto ilustraría un libro de poemas del autor de Mitologías.
Ella adopta el rito de tomar agua con hielo, obsesiva, su piel empalidece. Charles la cuida, apenas con su propio duelo, y la insta a terminar sus estudios. Ya perdió a su esposa y no quiere que Pamela sea la siguiente. Pero se da cuenta que debajo de su cama tiene un libro ilustrado de las historias de la araña Anancy, escritas con el inglés nativo de la isla, y se da cuenta, pocos años antes de su propia muerte, que su hija puede trabajar encima del dolor.
En pocos meses es adoptada por la compañía teatral Lyceum de Ellen Terry y Henry Irving como diseñadora de arte por recomendación del vampiro Bram Stoker. Con la sensación de haberla dejado en confianzas, su padre se devuelve a Nueva York y, al fin seguro de poder soltar cuánto aguantó, se deja ir de un ataque al corazón. La Pixie de 21 años llega al nuevo siglo huérfana, pobre y llena de trabajo por delante. Ellen la toma a su cuidado y le da una habitación en la casa de sus hijos Edith y Edward. Cuando los presenta, le pide al oído si le puede mantener al tanto de Edy, rebelde, sufragista, lesbiana y promiscua. Y Pamela, risueña, siempre ajena a los revoltosos comentarios de la Inglaterra victoriana, no hace sino ilustrarla en todas sus poses con y sin ropa: Edith llega a ocupar años después el trono de la Reina de Bastos de la baraja.
Pixie, hada inocente y sin orígenes, se le abrió un portal en la navidad del 1900. En las veladas con sus nuevas amigas, cuando Yeats tocaba una pieza de Beethoven, tiene una alucinación extrema llena de duendes, castillos, montañas en movimiento. La publican en una revista a página completa, donde revela en detalle las posibilidades que le brinda su tercer ojo. La magia la persigue y ella la recibe con naturalidad como un anillo de su talla que siempre le perteneció. Yeats descubre que tiene el poder de la visión Tattwa que tanto ansía investigar, y le abre las puertas de la Orden Hermética de la Aurora Dorada. Iniciada en el templo Isis-Urania con el nombre de Quod Tibi Id Allis (“Cualquier cosa que hubieses hecho contigo”). Nunca avanzó en la orden ni le interesaba. Ella le confesaba por cartas a Jack Yeats, hermano de William, que apenas tiene visiones en los sueños, con una carcajada que se cuela por sus letras. Ni Aleister Crowley, ni el mal de ojo, ni las bestias mágicas de la orden la comprendían, solo la observaban incapaces de emitir juicios, como si viniera de un planeta azaroso donde no existen las palabras serias ni la guerra.
En un par de años la orden se divide en tres partes, los hechizos y maldiciones mezcladas con burocracias delirantes iban y venían. Y ella, pasando por encima, casi invisible como una tela que flota en el campo de batalla, se queda con la facción de Arthur Waite, pero realmente a quién le importaba, menos a ella que se lo creía a medias, más concentrada en generar dinero con su nueva revista The Green Sheaf. Sacó trece números, donde pulularon ilustraciones, dramas y poemas de antiguos miembros de la orden, del círculo de Yeats, del mundo del teatro y hasta inmigrantes orientales. Su proyecto cae en menos de un año, ya más pobre y convencida que su escritura de sueños y cuentos de hadas no tiene lugar en un puzle mundial lleno de cañones y vanguardias. Pixie escribe poemas de su soledad, como si se los dedicara a hijes que nunca tendrá, a una tribu que no dio con su paradero en la galaxia. Pamela Colman Smith, extraterrestre de la generación de los futuros perdidos.
Nunca decepcionada de espíritu, con el sufrimiento de su bolsillo, acepta por unos peniques de su amigo Arthur ilustrar una nueva baraja de tarot. Le dice que le dará instrucciones del diseño de los arcanos mayores, pero para los menores, “que hiciera lo que quiera”. Y Pixie, la maestra de las artes menores, de la literatura menor, de un mundo menor e imperceptible, lo acepta. La autora de ¿Debería pensar un estudiante de arte? imprime su imaginario teatral a las 56 cartas del tarot que anteriormente no tenían expresiones. Con un atrevimiento cercano al insulto, pero a quién le importaba la vida de Pam, así que se le concedía en el contagio encadenado de las inocencias. Con el apuro de la necesidad, dibujó un arquetipo cada dos días.
El tarot más conocido del siglo XX es gestado en poco más de cinco meses como un hijo prematuro. Cada carta de la baraja tiene el tinte de esa infancia recobrada: las escenas que imprimió ahí fueron los juegos con las hermanas que no conoció. De su baraja apenas le llegará cheque, y el nombre se inmortalizará como Rider –el editor– y Waite –la mente. Pero en todas las cartas estará su firma, aquella serpiente de sus iniciales (P.C.S.), menos en la carta del Loco. Pixie, la joven que avanza inocente al borde del precipicio. Sostiene una rosa y un morral, un viaje paralizado en el inicio, promesa rota, capullo que es bomba de tiempo.
Se gastó lo poco que le quedaba en reuniones fantasmas de una bohemia en decadencia por los albores de la guerra. Vestida como una gitana new age, en el cruce cultural inventado, expandió en sus amistades el “Opal Hush”, clarete con limonada nombrado varias veces en la Ulises de Joyce. Dosmilera antes de los dosmil, medievalista kitsch anticuada, niña en un mundo de grandes, decide apartarse. El hada risueña, con la última herencia de un tío, se compra una casa en Cornwall, un paraje brujeril del Reino Unido que no participa ni está escrito en la historia. Sus últimas obras: carteles para ayudar a las sufragistas y a la Cruz Roja, demasiado artísticos para ser propaganda, demasiado leves para ser entendidos.
Cuando termina la guerra, se retira definitivamente con Nora Lake, su fiel compañera que había conocido tejiendo muñecas y ropa en el teatro. Se convirtió al catolicismo en un país protestante, según sus últimas palabras registradas en un libro de visitas dos años antes de su muerte, “porque es entretenido”. Vivió con migajas casi la mitad de su vida, retirada con Nora. Respiró de esos paisajes bucólicos que se pueden ver atrás de las reinas y reyes del tarot. Jugó hasta el cansancio a la búsqueda del tesoro, luego a las escondidas y se volvió cada vez más niña hasta convertirse en una miniatura. En su certificado de defunción tiene el grato reconocimiento de ser “solterona de medios independientes”. Cardiomiopatía, el corazón ya no transporta sangre, su sonrisa intacta y la segunda guerra recién terminada. Su corazón ya no le cabe en el cuerpo: demasiado grande para este mundo, demasiado pequeño para contener su evolución. No le pudo heredar nada a su amor, si es que nos permite llamarle así. Su cuerpo ni cremado ni enterrado ni lanzado al mar, pero a quién realmente le importa, Pixie ya se había vuelto imperceptible a los ojos del mundo
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