Posted on: Mayo 12, 2021 Posted by: odradek Comments: 0
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Una tarde leíamos con mi amigo ona la Historia Natural de Plinio el viejo y nos topamos con una frase que lo entusiasmó: según él, esa frase resumía toda su visión sobre la literatura y la pintura. Se refería el sabio a la costumbre de algunos autores de poner títulos provisionales a obras supuestamente acabadas: “como si su arte estuviera siempre esbozado y sin terminar, de modo que frente a los diversos gustos quedara abierta al artista la puerta de la indulgencia, dando a entender que habría corregido lo que se le achacaba como falta de no haberse visto interrumpido en el trabajo”.

La defensa del antiformato en la literatura que aparece en varios textos de La mantis en el metro es finalmente una crítica a esa devoción por la uniformidad, por el uniforme, resabio de los traumas nacionales de una sociedad castrense, feudal y latifundista. Por eso, debe entenderse de la mano con otra de las figuras centrales del libro: la cimarra. Por un lado, Germán Carrasco describe un panorama sórdido, un tanto infernal, lleno de prácticas y figuras que parecen propias de la dictadura, pero que han persistido en el tiempo bajo otras formas: sapos, listas negras, personas non gratas, personas escrachadas, jóvenes y viejos fundíos apernados en la escena cultural, calles vacías por el toque de queda, carabineros disparando a los ojos de los manifestantes, etc. A veces pareciera incluso que los tiempos actuales son en cierta medida peores que durante la dictadura, donde el país estaba unido porque había un enemigo común (el dictador): “La transición pactada fue más decepcionante aún porque muchos no sabíamos cómo iba a ser la democracia y todos se imaginaban cualquier cosa, éramos niños: va a ser como la Francia de Mitterrand, va a ser como la movida española.”

En este escenario, el autor se pregunta por el lugar de la poesía: “no sé cómo puede mantenerse esta tradición del poema en un clima tan hostil, sordo, filisteo”. Acto seguido, se refiere a las flores secretas de la montaña, que sobreviven en ese ambiente de altura, noches frías y escaso oxígeno. Esa es una imagen de resistencia o de supervivencia, como también lo es la capacidad de cripsis de la phasmatodea, ese bichito maravilloso. Y si se resiste un poco, se podrá asistir a las formas de la belleza y la alegría: el poema escrito sin pretensiones grandilocuentes, la jerga de los amantes y de los amigos, la risa y la cosquilla contenida del estado amoroso, la bohemia, el disparate y el nonsense. Aparece, sobretodo, la posibilidad de la cimarra, de evadir la vigilancia de los aparatos represivos, escaparse y camuflarse en alguna plaza o casa amiga para pololear o leer colectivamente fragmentos de libros de Keats o Eliot, lejos de la academia, es decir, transformando esos clásicos en palabra viva.

En los textos de Germán Carrasco, las claves para evadir el laberinto aparentemente sin salida de la modernidad neoliberal de Chile –teñida de rasgos de conservadurismo, catolicismo culposo y vigilancia militar que permean notablemente en el lenguaje escrito, en la poesía- provienen del ciudadano a pie, el pasajero del transporte público o los miles de parejas, estudiantes, trabajadores y familias que habitan esos edificios desdeñados por el snobismo arquitectónico. La lectura de algunas de las prosas contenidas en el libro produce la bella impresión de que, a ratos, el pueblo entero está ocupando el espacio público en actitud de cimarra; actitud que también implica riesgo, que es consecuencia de un tedio demasiado largo e insoportable. El toque de queda, que se ha prolongado con el estallido social que comenzó en octubre de 2019 y con la pandemia, configura una ciudad llena de calles vacías de bohemia, de gozo y de placer: nada más horrible que imaginar las noches de toque de queda durante la dictadura, en las que los únicos transeúntes eran chanchos de la CNI o taxistas. Una ciudad distópica, ordenada, formateada. Lo peor de todo –es la sensación que deja el libro, y que, personalmente, comparto- es que en el fondo hay personas que parecen disfrutar de estos métodos de control y de castigo. Hay una palabra alemana que alude al sentimiento de alegría o satisfacción generado por la infelicidad del otro: Schadenfreude. Germán Carrasco se refiere en varias ocasiones a esta sensación de placer perverso, a ese personaje folclórico de nuestra tierra, el “sapo”, que nuestras abuelas llamaban “el fijao”, y que parece ser la razón por la cual tantas personas disfrutan uniéndose a linchamientos virtuales y detenciones ciudadanas: “Y la verdad de las cosas es que en Chile hay un culto a las autoridades, a las directoras de colegio del tiempo de Pinochet, a prohibir, a anular el deseo del otro. A poner cercos. Y eso lo practican con placer muchos”.

Lo rescatable, sin embargo, es la capacidad de resistencia que es capaz de exhibir el ciudadano a pie, no el héroe ni el poeta único y mesiánico, sino que el ciudadano que toma el metro, que vive en un edificio o que cobra bonos para hacer frente a la crisis de la pandemia. Y, desde este punto de vista, La mantis en el metro puede leerse como un manual de resistencia para tiempos adversos –pasados, presentes y futuros. Por eso se insiste tanto en la apología al antiformato, al trazo sucio y espontáneo, a la palabra viva y desprolija que redime y que devuelve el deseo al cuerpo como si fuera un alma robada. Porque una de las virtudes que más se resiente con el clima sórdido generado por cualquier forma de vigilancia o represión es precisamente el deseo, la líbido, el entusiasmo de vivir. Uno se vuelve asquiento, fóbico, perfeccionista en mala, débil. Y, en ese estado de pusilanimidad, se añoran los verdugos, los vigilantes, los cercos, los toques de queda: el orden, al fin y al cabo. 

Personalmente, creo que la devoción por los formatos y por lo uniforme nos va a llevar inevitablemente a un aislamiento afectivo y sexual. Pienso en la imagen horrorosa que plantea Germán Carrasco en la prosa de Sabor Latino: una cadena nacional de pajas con Maripepa Nieto, la novia de Álvaro Corbalán, un asesino de la dictadura. Una especie de mito de origen nacional que vincula el deseo al poder, a la violencia, a la culpa. Es importante rastrear estos casos, sobre todo ahora que, paradojalmente –digo paradojalmente porque estamos viviendo una época de cambio social inimaginable hace algunas décadas-, el sexo hetero está severamente impugnado. Habitar un cuerpo sexuado es algo que genera culpa y sospecha. El deseo está llenándose de formatos. Todo lo que es sexo, cuerpo, fantasía y placer ha pasado a ser un objeto de estudio en un laboratorio donde todo se disecciona en consignas. Agradezco no haber sido joven en esta época (aunque mi juventud tampoco haya sido un saturnal o una misa pagana), pero, al mismo tiempo, me preocupo por mis hijos y por mis amigos jóvenes. Comparto –como parte de su misma generación- lo que dice Germán en cierta prosa: “Jamás pensamos que con el fin de la dictadura se iba a instalar otro tipo de policía e iba a ser más difícil la seducción, el goce, el movimiento del deseo.”

Sin embargo, creo que en este libro hay claves de liberación. Hay consuelo y esperanza. “Siempre sospecho cuando se habla de poesía y sanación”, confiesa el autor en una de las prosas. Para mí, el vínculo no resulta para nada sospechoso porque creo que todo lo que ocurre en la sociedad decanta finalmente en el lenguaje y creo sinceramente que el lenguaje nos puede salvar de algo. Atesoro, sobre todo, una frase del libro que no puedo tomarme sino como un desafío conmigo misma y mi escritura: “No es tan fácil hablar de sexo en un poema. Nada de fácil, y la nueva superioridad moral hace el pasillo aún más estrecho, lo que yo considero positivo porque, mientras más obstrucciones tenga el poema, más destreza se debe tener para cruzar la cuerda floja.”