Sí, acepto, respondí. Acepto entrar al rectángulo.
Para tal cometido, no había mucho por hacer, más que confiar plenamente en el destino.
La señora a cargo del movensor había interceptado mi paseo de media tarde. La vi cruzar la calle y dirigirse a mí. Me saludó y me instruyó acerca del movensor. “Muy pocos lo conocen”, me dijo, “serás afortunada”.
Lo cierto es que dudé.
Me sentía en ese entonces frágil, azotada por toda emoción; luego, recordé mi llanto, y mi súplica al viento por una señal.
Entonces dije: sí, acepto.
Me entregué, sin dudas, al movimiento mayor.
La señora caminó cuadras, cuadras, cuadras, muchas cuadras. Aunque no me dirigía palabra, comprobaba mi ritmo cada cierto tiempo con una esquiva mirada. Se veía apurada.
La agilidad de sus movimientos era comparable al salto de un grillo.
Llegamos a una puerta roja que desembocaba a una escalera bajo tierra. La escalera era de piedras de tamaño irregular, y crujía por alguna extraña razón.
Miré el espacio con sospecha.
Al bajar los peldaños, vi al movensor.
El movensor era un rectángulo al que se accedía por una puerta blanca. Su tamaño era minúsculo: apenas entraba una persona de un metro cincuenta de alto. Era el movensor particularmente angosto y las paredes particularmente frías, de hielo.
En la puerta, la siguiente advertencia: “Solo apto para un adulto o dos niños”.
“Un niño debe ir acompañado de otro niño”, dijo la señora. “El susto podría matarlo”. “Pero un niño jamás puede entrar con un adulto”. “El peso energético de ambos haría tambalear al movensor”.
El movensor se agitaría y giraría sobre su eje. Un evento terrorífico.
Dos niños, en cambio, con menos densidad, harían del viaje una experiencia más grata.
“El movensor es altamente sensible”, dijo la señora, “capta el estado de los seres que suben y, dependiendo de eso, emprende destino”. “Se podría pensar que se mueve a su pinta; mas eso sería quitarle mérito”. “A mayor turbulencia dentro del pasajero, mayor turbulento el viaje. Es el movensor un reflejo”.
Para entender la compleja naturaleza del movensor, comparémoslo con su hermano directo, el ascensor, que frente a las habilidades del movensor, queda humillado: el ascensor baja y sube, sube y baja, y se detiene en pisos. Y punto. El movensor, en cambio, sube, baja, va a izquierda y derecha, hacia delante y atrás, en diagonal, incluso ondea como una oruga y da vuelta en círculos.
No existe movimiento del que el movensor no sea capaz.
A simple vista, podría parecer un juego; mas, ya lo dijo la señora: “El movensor es una herramienta altamente recomendada para la exploración interior. Quien entre a él comprará un boleto hacia la incertidumbre”.
Acepté, como ya dije.
Entonces, pensé: ¿y si caigo a los abismos?
Vacilé, me arrepentí, pero ya era tarde.
La puerta había cerrado y me encontraba a merced del movensor.
El temor comenzó a tomar forma en mis entrañas. Como dije, me encontraba, en ese entonces, en un estado caótico, pero exento de maldad. ¿Sabría distinguir el movensor los delicados matices? Si mi estado era revuelto, ¿daría el movensor giros, y giros, y más giros?
Me asaltaron dudas, culpas, miedos. Cuando niña, había estrangulado a un gato para comprobar el efecto palanca de su lengua, que salía con cada apretón. ¿El movensor chirriaría hasta explotar?
Horas más tarde, noté que el moversor no había partido.
No había ni movimiento ni sonido.
Me acordé: la mujer, para captar mi atención, me había dicho: “El movensor es el amo del silencio. Pareciera estar cubierto de manteca; se desliza por el espacio, bajo tierra”.
Empecé a llorar escandalosamente.
Me miré en el pequeño espejo que llevaba en mi bolsillo, y me vi actuando: mi rostro parecía compungido, mas mi pena interior no se condecía con la horrorosa mueca del llanto; sentí vergüenza.
Entonces, eché a reír, primero tímidamente y luego con más desenvoltura.
La risa se fue apagando y sentí cierta calma.
Ya calmada, me senté en la esquina derecha del movensor. Que es, actualmente, donde me encuentro.
Ya no sé tiempos, ni sé quién soy.