Cuando dibujo algo de ahí, perteneciente al mundo exterior –una mesa, una persona, un árbol– es como si lo estuviera tocando. El lápiz, la pluma o la tiza me sirve como una extensión de mi brazo. Mis ojos ven el objeto y mi mano pareciera moverse sobre sus contornos mientras trabajo. No necesito decirme a mí misma qué estoy haciendo. De hecho, las palabras quedan ajenas a la experiencia de dibujar. No expongo nada para mis adentros sobre la representación o el parecido. Ni siquiera nombro el objeto que estoy dibujando.
En teoría, alguien podría poner un objeto frente a mí que haya visto antes –una pieza misteriosa de una máquina o el órgano de un ser de otro planeta –y mi mano se movería sobre el papel totalmente ajena a la identidad lingüística del objeto, mientras continúo mirándolo y explorando su aspecto.
Cuando dibujo no veo todo lo que envuelve al objeto de una vez. Conforme al paso del tiempo, voy viendo cada vez más y mi mano responde a esos estímulos visuales (una sombra debajo de la nariz, un reflejo de luz sobre un jarrón, un pliegue en algún órgano en concreto). Dibujar es una acción motora encarnada: mis ojos itinerantes, mi brazo y mi mano, pero también mi respiración, los latidos de mi corazón, mis pensamientos y mi estado de ánimo son parte de una respuesta coordinada a mi percepción de la cosa. Sólo puede suceder a través de mí. Estoy sentada en un lugar determinado, mirando un objeto en particular; si me muevo, aparecerá diferente. Si se mueve, también cambiará. En el dibujo final ya no se distingue al artista-observador del objeto observado. Como sostiene el filósofo Mikhail Bakhtin, un objeto estético es un «producto de la acción e interacción del creador y del contenido». El sujeto y el objeto se unen.
Mi interés es insistir en que la experiencia de dibujar presenta un carácter propioceptivo y no sólo cognitivo, es decir, que es parte sobre todo del sistema inconsciente de nuestros movimientos corporales. Dibujar, al igual que conducir o andar en bicicleta, es algo que se aprende y, una vez aprendido, el artista ya no tiene que prestar atención a los movimientos que realiza.
Todos los niños dibujan, desde muy temprano se les puede ver sosteniendo un lápiz pastel. Fascinados por el primer garabato realizado por las marcas que dejaron sobre el papel y después empiezan a representar el mundo que los rodea o mundos imaginarios de forma esquemática (un círculo amarillo del que salen pequeñas líneas para representar el sol). Si los dibujos de niños tienen o no cualidades universales que reflejan la evolución del ser humano (como pensaba Jean Piaget), sigue siendo todavía un tema controversial.
El impulso que lleva al niño a dibujar aparece como una forma lúdica universal, pero las representaciones posteriores a los garabatos no están libres de significados y convenciones culturales. Nuestra percepción visual no es solitaria, sino que está impregnada de una realidad intersubjetiva y compartida.
En Junio del 2008 me encontré en las profundidades de la cueva Niaux al sur de Francia, cara a cara con un bisonte cuyos ojos de mirada encendida todavía siento arder dentro de mí. No son las pinturas rupestres más antiguas que se han encontrado, pero esas imágenes tienen al menos doce mil años de antigüedad y son sorprendentemente realistas, un término que utilizo a conciencia para dejar claro que no tuve ningún problema a la hora de identificar aquella imagen que tenía delante con la de un bisonte. Sin embargo, se han perdido los significados estéticos y religiosos para la gente que las dibujaron. Lo que perdura son trazos de gestos humanos, trazos que me resultan muy familiares y nada extraños. El artista que pintó ese animal creó una ilusión de vida con una expresión muy cercana al terror. Cualquier pintura o dibujo que observemos, ya sea que represente algo presente en el mundo o algo en el interior del artista, incluidas las abstracciones, se ha producido a partir del movimiento corporal de otra persona, es una expresión sensorial y táctil que conlleva un movimiento, aunque tan sólo sea porque las pinceladas han sido ejecutadas por un ser vivo en concreto.
No importa si lo que observo es un cráneo abierto dibujado por Leonardo da Vinci o un retrato de Jean Genet realizado por Alberto Giacometti o el dibujo de un zapato de la última época de Philip Guston o las marcas abstractas talladas en la roca de los indios hopi, cuando miro cualquiera de esas obras cobro conciencia de otra mente y de otro cuerpo, de un tú en relación con mi yo.
Y asimilo la imagen del artista en el papel como un acto comunicativo, la expresión muda de algo conocido para él o para ella. Mi percepción de las líneas, del sombreado, de las figuras o de las cosas es creado por mí y esa imagen observada. Y lo que veo ahí es también el sentimiento que despierta, pero éste no sólo lo provoca el contenido de la obra, sino el hecho de que es algo producido por una mano viva, que una vez se movió sobre un espacio vacío y dejó, a su paso, las marcas de ese encuentro íntimo.
Texto publicado en The Guardian
Traducción de Verónica Echeverría