
Esto es una exploración con las palabras, los signos, los dibujos; la mescalina es la explorada.
En la sola delineación de las treinta y dos páginas reproducidas acá de las ciento cincuenta escritas en plena perturbación interna, los que saben leer entenderán más que con cualquiera descripción.
En cuanto a los dibujos que hice tras la tercera experiencia, fueron hechos con un movimiento vibratorio, que permanece por un día tras otro, casi como automático y ciego pero, que precisamente así reproduce las visiones subidas, y vueltas a pasar.
Por no poder entregar integralmente el manuscrito, el cual traducía directamente al sujeto, los ritmos, las formas, los caos, así como las defensas internas y sus desgarros, nos encontramos en grandes dificultades frente el muro de la tipografía. Todo ha debido ser reescrito. El texto primordial, más sensible que legible, tanto dibujado como escrito, de todas formas, no pudo ser suficiente.
Lanzadas vivamente, en tiradas en y por la página, las oraciones interrumpidas, cuales sílabas volantes, deshilachadas, divididas, corrían, se caían, morían. Sus andrajos revivían, se repartían, fugaban, explotaban de nuevo. Sus letras culminaban en humos o desaparecían en zigzags. Las siguientes, discontinuadas igualmente, continuaban asimismo su relato turbado, pájaros en pleno drama; aquellas invisibles tijeras cortaban las alas en vuelo.
A veces, palabras se soldaban en el momento. “Márti-rissiblemente”por ejemplo me venía y volvía a venir, me decía mucho, y no lo podía desenmarañar. Otro, incansable, repetía “¡Krakatoa!” “¡Krakatoa! ¡Krakatoa!” u otro aún más común como “cristal” volvía veinte veces seguidas, manteniendo por sí sola un gran discurso, cargada de otro mundo y que era incapaz de amplificar o complementar con cualquier otra. La palabra cristal, como un náufrago en una isla, era para mí todo y más, y le recordaba al náufrago irresistiblemente que estaba como él, sólo y resistiendo en el colapso del océano agitado del cual acababa de salir.
En el inmenso pulidor de luces, salpicado de claridades, avanzaba ebrio y conducido, sin jamás volver atrás.
¿Cómo decir eso? Habría habido una manera accidentada, que no poseo, hecha de sorpresas, pasando de un tema a otro de vistas previas en un momento, de giros y de incidencias, un estilo inestable, tobogánico y babuino.
En este libro el margen ocupado más por atajos que por títulos, dice muy poco de las superposiciones, fenómeno siempre presente en la mescalina, y sin el cual es como si se hablara de otra cosa. No se ocuparon otros “artificios”. Hubiese sido demasiado. Las dificultades insuperables provienen de la velocidad inaudita de aparición, transformación, desaparición de las visiones; de la multiplicidad, pululación en cada visión; de los desarrollos en forma de abanico y en umbela, por progresiones autónomas, independientes, simultáneas (en cierto modo con siete pantallas); de su género inemocional; de su apariencia inepta y aún más mecánica: ráfagas de imágenes, ráfagas de “sí” o de “no”, ráfagas de movimientos estereotipados.
Yo tampoco fui neutro, de esto no me defiendo. La mescalina y yo, estábamos a menudo más en lucha que juntos. Estaba sacudido; quebrado, pero no derrotado. Oropel, su espectáculo. Además, bastaba con descubrirse los ojos para dejar de ver la necia hada. La perturbadora mescalina, alcaloide derivado del peyote que contiene los seis, se parecía a un robot. Ella solo sabía hacer algunas cosas.
Sin embargo, estaba predispuesto a contemplar. Había venido confiado. Ese día, revolvieron mis células, las sacudieron, las sabotearon, las pusieron en convulsiones. Las acariciaron, se entregaron sobre ellas con arranques. Me querían consentido. Para disfrutar una droga es necesario disfrutar al sujeto. Yo tenía una gran carga.
Es con mis terribles sacudidas que ella hacía su espectáculo. Yo era el fuego artificial, que desprecia al artificiero, si incluso le prueban que él mismo es el artificiero. Me removieron, me hacían hacer pliegues. Desconcertado, me fijaba un movimiento browniano, enloquecimiento de la percepción.
Estaba distraído, cansado de estar distraído, la vista de ese microscopio. ¿Qué hay de sobrenatural en eso? Se alejaba tan poco del humano. Era más como sentirse atrapado y prisionero en un taller del cerebro.
¿Hay que hablar del placer? Era desplacentero.
Una vez la angustia de la primera hora pasada, resultado de la confrontación con el veneno, angustia tal que uno se preguntaba si no iba a desmayarse como lo hacen algunos, escasos es cierto, dejándose llevar por algún corriente, que parezca alegría. ¿Lo creí? No estoy seguro de lo contrario. Sin embargo, a lo largo de estas horas inauditas, encuentro en mi diario, estas palabras, escritas más de cincuenta veces, con mucha torpeza, difícilmente: Intolerable, Insoportable.
Tal es el precio de este paraíso.
Traducción de Ludivine Wallon