Posted on: Marzo 26, 2020 Posted by: odradek Comments: 0
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Le escribo con urgencia, a pesar de no saber si desde la región de las sombras usted va a entrar en contacto con estas palabras. No recuerdo el día en que la conocí, pero me consta que usted era más vieja de lo que yo soy ahora. Tengo que haber visto su cara y escuchado su voz antes de tener conciencia reflexiva, antes de poder distinguir nominalmente las cosas y las personas. Es seguro que un día me vi reconociéndola con el regocijo propio de las guaguas en estos trances. Le escribo con urgencia porque debo sacarme esto de encima, porque siento que la exasperación me ocupa el cuerpo, porque ando sintiendo temblores inexistentes todo el tiempo.

No tengo mucho que zanjar con usted. Ignoro qué me heredó en su calidad de madre de mi padre. Los secretos túbulos de la transferencia familiar permanecen en parte ocultos para mí, que no paro de pensar en estas cosas. Le puedo decir que me gustaba en usted cierto dejo vaporoso traído de otras épocas, el violeta pálido de sus blusas, el pelo desordenado, la sustracción del mundo cuando volvía a pintar en el caballete o a doblar con un fierro redondeado los pétalos de las rosas artificiales. Muchas de las historias que me contó cuando niño aparecían para mi imaginación en zonas nubladas y tristes. Cuando me hablaba de su casa, de sus veinte hermanos, de su padre haciendo ostentación de fuerza con unos elásticos deportivos, veía tristes perspectivas.

Más aun cuando me contó que las ovejas de la hacienda se apestaron y hubo que hacer una enorme hoguera para incinerar los cadáveres. Me dijo que usted era niña y lloraba.

La Serena para mí era el lugar de las nubes y del aburrimiento.

Me angustiaba saber que usted no iba al colegio sino que era el profesor quien debía desplazarse al fundo.  

Los nombres de sus hermanas eran raros: Zulema, Ernestina, Amelia, Vespertina. Sus hermanos no contaban porque cuando yo escuchaba sus historias estaban todos muertos.

Yo pensaba que no había que meterse en asuntos de otro siglo, en asuntos de muertos. Los muertos, por el hecho de estar muertos, me producían rabia. Había mucho muerto en su mundo. Una época, de hecho, usted se dedicó a hacerle mascarillas de yeso a sus parientes en la medida en que iban muriendo. En la última pieza de la casa alguien colgó esos vestigios blancos de material inerte que pretendían retener rasgos que ya no tenían lugar. No tenían lugar ni en las conversaciones ni en la memoria de nadie.

Apenitas me llamo Peiro, dinos tontito quién se robó los landones, esta vida es un fandango, voy a vender esta casa antes que se la lleve el diablo: frases suyas.

Campos cubiertos de paltos floridos: sueños suyos.

Hechos dolorosos de su vida: la pérdida de la hacienda María Luisa, la pérdida de todo cuanto era conocido para usted. Su padre, el hombre de los bigotes rubios, el ingeniero en minas, el que había hecho montar un quirófano en la casa del campo para operarse el cerebro, hipotecó la hacienda de sus antepasados para drenar un lago en cuyo fondo tendría que haber habido yacimientos auríferos o argentíferos. Mucha espera, maquinaria embarcada en Estados Unidos, planos, contrataciones, largas estimaciones y al final el lago era un ojo de mar y parece que los ojos de mar no tienen nada de valor en el fondo. Al menos nada que sea inmediatamente comercializable.

Luego hubo otros tropiezos y serios malentendidos, algunas muertes, algunos deslices, hijos fuera del matrimonio, viajes, desapariciones temporales. El hecho es que usted y su madre y sus hermanas de un día para otro dijeron adiós al campo y aparecieron viviendo en una casa de altos cerca del Parque Cousiño. Fue en una edad significativa para usted este traslado y este abandono (de doble sello), porque me dijo una vez que desde el balcón se entretenía lanzándole terrones en la cabeza a los viejos que pasaban por la calle. A una niña que se entretiene molestando a los transeúntes los sordos antagonismos y rupturas de la gente que ama le marcan el alma como si esta fuera una plantilla encerada.

Su madre era excesivamente seria. Una señora temible. Tenía la expresión pétrea de los indios sioux, o de las matronas de Córcega, la seriedad ancestral que van adoptando con los años las personas de los lugares apartados y estériles.

Desaparecido el hombre de los bigotes rubios, extinguidas las fuentes de financiamiento, perturbadas las rutinas que la mantenían cerca de la familia extendida serenense, amanecidas todas en una ciudad extraña, su madre tuvo que hacer algo: un trato con una farmacia: producir, en base a una receta que le dieron, un producto grosero: el Callocede.

No hay que pensar en las patas torturadas por zapatos estrechos, ni en las caminatas de sus propietarias por las calles de Santiago hacia la época del Centenario. Ni en los bidets con agua tibia alcanforada para el remojo de los pies cansados de mujeres que nunca conoció. Lo único que importa es que el Callocede les permitió a ustedes sobrevivir sin que la palabra pobreza les usurpara definitivamente el seso.

Había pequeñas alegrías que para usted eran suficientes: la Quinta Normal y don Juan Francisco espantando a bastonazos a los barrenderos que retiraban del suelo las hojas de otoño. Bellas Artes en general, el modo en que Richon-Brunet pronunciaba su apellido poniendo el acento en la última sílaba. Las risas de esas hermanas Vicuña cuando usted confundió el ronquido de su padre con los gruñidos de un perro. El romance con aquel muchacho tan ideal para todo el mundo, tan elegante, tan mitologizado, “gerente de la Ford Motors”. En fin, cosas de la primera juventud, fantasías artísticas, sueños sociales, amistades de cerca y de lejos, Laura Rodig, Rebeca Matte, talleres con las ventanas empavonadas orientadas hacia el sur, para tener esa luz del arte, esa luz de la sustracción al tiempo. La eternidad de esos sobados dibujos al carbón, casi perfectos, rostros de réplicas de yeso de esculturas célebres o de oscuras modelos que quisieron posar por una paga exigua, cuyos nombres nunca fueron retenidos y se extinguieron mucho antes que lo hagan los nuestros.

En una clase de psicología le dijeron: un hombre camina por la calle y súbitamente divisa un incendio. Se queda observando las llamas, el zafarrancho, los esfuerzos de los bomberos por sofocar el fuego con sus pitones. El mismo hombre esa noche sueña con el mismo incendio. En la mañana al despertar recuerda el incendio en el sueño y el que vio la noche anterior. Problemas para el alumno: qué es lo real, qué es la percepción, qué es la memoria, qué es el sueño.

Usted nunca supo que yo supe esto, porque lo vi de intruso en los apuntes de un cuaderno suyo. Pero hice la relación cuando pensé -años después, hace no tanto- en su mejor pintura: la del incendio nocturno de una escuela.

De niño me admiró verla pintar esta obra sin título, pero me molestaba que en el primer plano la gente congregada para mirar el incendio quedara como un bulto de formas casi indistinguibles. Ahora entiendo que al registrar ese fugaz incidente de 1968 fue fiel a una cierta idea de realismo: el foco estaba atrás, en el edificio en llamas, y lo demás era sombra. Sombra, en todo caso, humedecida por el agua de los grifos, sombra de los cogotes y de los abrigos toscos de los mirones, los que obstaculizan en estos casos las labores de los bomberos y pueden llegar hasta impedir el paso de las ambulancias.

Después, mucho después encontré el boceto al óleo, el apunte que usted hizo en tiempo real mientras el edificio se quemaba, para no olvidar la distribución de la luz. Ese trabajo sí es hermoso, una especie de expresionismo abstracto, modalidad que para usted estaba fuera de las fronteras del arte.

Una tarde de mayo del 72, la tarde de un sábado lluvioso, nos quedamos parados junto a una de las puertas laterales de la Posta Central que daba hacia la calle Portugal. Nos protegimos de la lluvia en esa especie de zócalo. Mi papá había chocado la noche anterior y no sabíamos si iba a sobrevivir. En el vidrio estriado de la mampara -a través del cual se veían distorsionadas las luces de neón del interior- habían pegado un papel con nombres de gente que necesitaba dadores de sangre. Leí en la lista el nombre de mi papá y me puse a llorar. Al recordar sus palabras de consuelo recuerdo su abrigo negro, un prendedor iridisado, su peinado discreto y su cara muy blanca vuelta hacia la calle. Estábamos atrapados entre la puerta cerrada y la lluvia ploma, fría y violenta.  


Imagen: Maximiliano Magnano