1
Acostumbraba a comer pan por las mañanas; gruesas rebanadas con tomate y ajo.
2
Sin embargo ese día desperté con irrefrenables ganas de comer un huevo.
3
Normalmente, para complacer a mis sentidos, el huevo debe estar seco, sin indicios de yema líquida; pero, en mi pensamiento matutino, la yema chorreaba de la cuchara y gruesos hilos flemáticos daban dicha a mi boca.
Comprendí, rápidamente, que el extraño deseo de huevo crudo en la mañana era el desafío diario que me ofrecía la existencia; la oportunidad para una mayor comprensión del todo.
4
Me quedaba ser fiel a mi intuición: debía comer un huevo.
5
Pero, en mi departamento, ni uno.
En la despensa: solo arroz, un pan, cuatro tomates, cinco ajos y tres jengibres.
6
Esa desilusión no me sorprendió, el desafío implicaba movimiento.
7
Salí en busca del huevo apenas peinada, con la intención de volver con él lo más pronto posible.
8
La primera parada, a una cuadra de mi origen, no tenía un solo huevo, a pesar de llamarse “Distribuidora de HUEVOS”.
Proseguí, tomándolo como un chiste.
Tampoco había huevos en la panadería, a pesar de que hacen los panes a base de clara, mojan sus bizcochos con yema, y regalan los huevos sobrantes a los amigos.
9
Soy amiga.
10
Continúe mi búsqueda con la mueca del desencanto estampada en el cuerpo. Mis hombros apuntaban al piso, y mis brazos caían lánguidos.
11
Sin preverlo, de pronto me encontré en el límite territorial que me había autoimpuesto: diez cuadras a la redonda desde mi punto de origen.
Al llegar a ese límite, me había dicho, daría por perdido el desafío.
12
Un deseo profundo, sin embargo, movió mis piernas.
13
Salí de mi frontera.
14
Seguí sin huevo nueve cuadras más allá del nuevo territorio.
Dos cuadras después, quise desistir.
15
Entonces, vi una flecha con la forma de un siete acostado, que señalaba un cartel.
El cartel decía:
“Los peatones, sigan adelante”.
Continué, entonces, con ánimo aventurero.
16
Luego de cuadras y cuadras, seguía con la motivación del huevo, a pesar de que la luna ya se había instalado.
Una luna delgadísima, nueva, apenas visible.
17
Miré al entorno con intriga.
18
De pronto, lo vi: un huevo resplandeciente.
Me acerqué a la vitrina con cautela: era de cartón.
A su lado, sin embargo, se erigían firmes docenas y docenas de huevos.
Blancos, impolutos, óvalos prehistóricos y galácticos, naves interplanetarias; huevos reales.
19
Entré a la tienda con sospecha.
20
Salió un hombre de edad media a recibirme.
Llevaba un colgante amarillo con forma de espiral, que se fundía con la boca de su estómago. Su pecho emergía por la camisa abierta; los calores de la fecha.
21
Antes de que abriera mi boca, una llamada telefónica interrumpió mi pedido.
La conversación fue así:
“Perfecto, dos huevos”
“Ahá”
“Ahá”
“Ah, disculpe, entonces tres”
“Ahá”
“Disculpe, escuché mal, entonces treinta y tres”
“Ahá”.
Ante lo cual, dudé.
22
En el mesón más grande de la huevería, el que soportaba las manos del hombre, se ofertaban diversos tipos de huevo: de gallina de campo negra, gallina pelirroja, gallina rubia, y huevitos de gallinita ciega.
23
Dije: “Solo quiero un huevo”.
24
El hombre pareció inquietarse; me miró de pies a cabeza, y dijo:
“Aquí no tengo huevos, señorita, pero en mi casa a seis cuadras de aquí, sí, y la señora está cocinando uvas al escabeche, perfectas para levantar el ánimo”. “Si toma un vaso de uvas, le entrego gratuitamente un huevo, solo por hoy”.
25
Me busqué rápidamente en la vidriera detrás el señor, y comprobé el estado de mi rostro. Buscaba saber qué se proponía.
Nada extraño, solo mis ojos, que reflejaban brillo y dicha.
26
Acepté sin cavilaciones.
Sin que el señor se diera cuenta, saqué de mi bolsillo un lazo y me lo puse en el pelo, a modo de ocho infinito.
27
Me adorné.
28
Salimos de la tienda.
A mitad del camino, vi a un joven discutiendo con su sombra, que se proyectaba desde su pie izquierdo. La sombra duplicaba su tamaño; sin embargo, el hombre la apuntaba, desafiante.
29
LLegamos.
30
La casa de los señores estaba cubierta de enredaderas; trepaban por toda la casa. Solo se veía una pequeña puerta.
Del interior, salió una mujer, que abrió sus brazos para recibirme.
Me estrechó contra ella, y respondí de la misma manera.
31
Me llevaron por un largo corredor, que se abría a un frondoso patio.
Decenas de gallinas corrían por él; algunas, a lo lejos, ponían huevos.
Muy pocas, muy, muy pocas, cacareaban por última vez.
32
El señor levantó un dedo, lo apoyó en mi nuca, y lo movió en el sentido contrario a las manecillas del reloj.
La señora se acercó a mí, me pasó un vaso, y dijo:
“Estas uvas llevan avinagrándose más de 33 años, sirven para el ánimo”.
Fue entonces cuando apareció el número y sufrí un espasmo.
33
Hace esa cantidad de años había abierto los ojos.
φ Imagen: Olga Fröbe-Kapteyn