“A veces cuando ando con hambre,
me como una olla”
Ana Rosa Porma“Tu cuerpo no es un templo,
es un parque de diversiones”
Anthony Bourdain
Vivimos toda mi infancia y adolescencia en el mismo departamento, a dos cuadras de una heladería. Cada vez que uno de los dos tenía un antojo, partía a comprar tres litros de helado de pistacho. Compartíamos esa necesidad de helado cada vez que algo no salía como lo habíamos planeado y, en una casa donde los sentimientos no se expresaban con palabras, sino con portazos o platos rotos, sentir cómo ese helado verde se deshacía bajo la lengua, con pedacitos de pistacho, con un dulzor no muy excesivo, casi como si le echaran una pizca de sal a su mezcla cremosa, era como sentir los sueños convertidos en espuma.
Muchas veces pensé que los espejos debían de limpiarse todos los días. Era como si mi reflejo manchado me dijera algo mucho más profundo de lo que yo creía, pero como estaba en una etapa en la que ignoraba pensar de más, decidía bajar al patio y dar vueltas hasta que los pensamientos se evaporaran con mi sudor.
Ya más viejo, como a los quince, viví un evento canónico en mi vida.
Al ver cómo mi abuela desaparecía en un camino sombreado por alerces, mi pecho comenzó a apretarse. La respiración aumentó su ritmo, y mis dedos de cocinero precoz se hincharon como si los hubiera picado un zancudo. No entendía por qué al ver esa figura de vestido floreado alejarse de mí –igual que la loica de pecho rojo a la que una vez me acerqué para dejarle pedacitos de pan duro–, provocaba una sensación desconocida para mi pequeña mente citadina.
Muchas veces pensé que los espejos debían de limpiarse todos los días. Era como si mi reflejo manchado me dijera algo mucho más profundo de lo que yo creía, pero como estaba en una etapa en la que ignoraba pensar de más, decidía bajar al patio y dar vueltas hasta que los pensamientos se evaporaran con mi sudor.
Lo mejor que pude hacer en ese momento, fue salir a dar vueltas por el campo, y di vueltas alrededor de la piscina de palos y goma, imitando los pasos del gallo que tantas veces me despertó de un sueño maravilloso.
Fui a terapia a fines de mi adolescencia, pero recién a los veinticuatro pude comprender que aquello que apretaba mi pecho, desataba mis ganas de fumar y comerme un paquete de obsesión en tres minutos, tenía un nombre clínico. En el momento en que escuché el diagnóstico, tan de moda en internet y los círculos universitarios, pensé que era una huevada.
Tres semanas después,
lo acepté y empecé a darle importancia a mi consumo excesivo de azúcar.
Al buscar y consultar toda la información que me arrojaba esta nueva palabra, supe que revisar tres veces que las ventanas estuvieran cerradas antes de salir, o enredarse un mechón de pelo hasta sentir olor a quemado no era normal. Pensé mucho en el origen de este hábito tan insistente; y con la ayuda de mi psicóloga identifiqué al culpable: mi madre. Mi buena mamá que siempre me cuidó, me malcrió, me dio en el gusto hasta que mis papás se separaron, me había heredado en vida un trastorno sin siquiera darse cuenta.
Al igual que Tony Soprano con su padre, quien le regaló sin preguntar esas crisis de pánico que lo hacían desmayarse durante los comienzos del 2000, yo había recibido ese regalo silencioso: los buenos dolores de guata, la propensión a la adicción por la nicotina y el gusto por los dulces.
En un momento fue una molestia para mí, saber que uno de mis problemas venía del árbol genealógico, pero ahora me es chistoso pensar que no somos los únicos que padecen de hábitos y enfermedades heredados por los padres.
Pensé mucho en el origen de este hábito tan insistente; y con la ayuda de mi psicóloga identifiqué al culpable: mi madre. Mi buena mamá que siempre me cuidó, me malcrió, me dio en el gusto hasta que mis papás se separaron, me había heredado en vida un trastorno sin siquiera darse cuenta.
Scott Heppell, académico de una universidad en U.S.A., dijo a la NatGeo que los peces de agua dulce heredan los traumas de sus padres. Aquel pez progenitor que se vio expuesto a sus depredadores, deja una mancha imborrable en su código genético y como consecuencia, sus hijos también se comerán las uñas ante la incertidumbre. Yo puedo (y prefiero) sentarme en una banca pública, chantarme un tremendo cono de helado y dar vueltas por el parque.
Lo bueno de estos atracones que tuve en mi adolescencia, fue que se desarrolló mi gusto por la cocina. Leer a Anthony Bourdain cambió todo mi paradigma en cuanto a la comida. Su libro logró que se me grabara como un mantra la frase “tu cuerpo no es un templo, es un parque de diversiones”. Esto obviamente conlleva el desarrollo de las papilas gustativas, y eso desemboca en el deseo de meterse a la boca no solo lo que se ve bien, sino también lo que sabe bien. Algo se debe rescatar, siempre, de lo que nos provoca dolor. Si te cortas un dedo se aprende a usar mejor el cuchillo, decía mi maestro.
Se dice que Howard Mitcham le echaba whisky al caldo de camarones que bebía al desayuno. Perfecto. Yo soy más natural. Por ejemplo, al Osobuco le pongo vino tinto con un toque de melisa, para asegurarme que después de almuerzo, no tenga que dar vueltas por toda la cuadra.