Lentos, demorados viajes en tren. Ciudades achaparradas, de murallones blanqueados a la cal, sembradíos, lomas con arbustos, caminos interiores con pircas, humo gris de los ramoneos contra el cielo nublado junto a esteros verdosos, distancias de la tarde que se va dejando atrás. En una parte alfalfa, en otra tierra arcillosa, a la vuelta un cerro agrietado por los antiguos terremotos.
En el maletín de cuero llevaba un paquete con piñones. En el bolsillo de la chaqueta llevaba una petaca con aguardiente que le había llenado su mamá directamente de una tinaja con llave en el fundo, en Güiyilemu. La inseguridad del propio nombre sublimada en una voz enfática y precisamente aguardentosa. Había que salir al mundo y el punto de llegada de ese mundo era el liceo de Talca, el laicismo de unos profesores oscuros que encerrados la noche de los sábados, sin saber dónde ir, especulaban sobre lecturas de filosofía en algún dormitorio de pensión improvisando en una cocinilla un preparado de café, leche, azúcar quemada, canela y por supuesto aguardiente. Estos tipos no hilaban fino con los apellidos, al contrario, eran paladines del anonimato, aduaneros del mérito, adoradores del conocimiento, sacralizadores de libros empastados en rústica. No se iban a interesar en ellos las niñas de Talca, las pichonas Donoso o las Letelier, fóbicas al polvillo de la tiza. Él pensaba: quizás me corresponda presentarme por mi cuenta, pero con qué plata y las niñas ya saben que trato con estos individuos. Las Cruz me van a hacer la cruz. Mientras tanto los tipos contrabandeaban con Gorki y con Koprotkin. Vagamente se emocionaban con Müger y con Juan de Dios Peza y se tomaban en serio, con irritación, al padre Monlau.
El filósofo mayor –seco, “quijotesco”– criticaba conceptuosamente a Nietzsche en latas de horas y el otro, el filósofo regordete, asentía un poco y desviaba la conversación hacia “la cuestión social”. No llegaban al punto en el cual Nietzsche afirmaba que la estupidez del problema obrero era precisamente la existencia de un problema obrero.
Había que individualizarse e individuarse. Ser, cerrados los caminos familiares, alguien inventado: una identidad sacada de un repertorio ajeno. ¿Habría ahí un camino de autodeterminación?
La infancia había sido buena. El coche tirado por una cabrita en el que lo mandaban a pasear por los senderitos del jardín, distancia que parecía la de un viaje en el que la tarde se abombaba, neutra, con la luz tamizada por las nubes. Lo llamaban de lejos suavizando su duro nombre con un diminutivo: arre, arre Vito. Las mañanas en la lechería sacando pelotones de nata con la mitad abierta de un pan. El cocho del mediodía, una cuestión fragante, dulce, espesa. La intimidad en la pieza del ala sur, mirando cómo las telas de araña en las esquinas de los altísimos techos se volvían, a la luz oscilante de la lámpara, como velos sucios de traje de novia. La araña vivía tras ese velo, un cuerpo pesado pero rápido, siempre encapsulado y alerta a la espera de un bicho perdido que acertara a pasar por ahí. Las picaduras de araña, le constaba, se curaban poniendo sobre la herida un emplasto de la misma tela polvorienta. La araña vivía tras el traje de una novia muerta.
La infancia había terminado pésimo. A la edad en que las cosas decantan, la edad del término de los juegos, los primos le exigieron que aclarara unos puntos: tu papá, quién es, dónde está. Hizo un gesto circular con el brazo que acompañó un balbuceo. El gesto pretendía representar un territorio o un mar. El hecho es que su padre se había ido perdiendo por ahí, en los trenes, en el Ejército, en Santiago mandando apalear sublevados, quién sabe. Ese día fue donde su madre y le dijo que no podía seguir usando pantalones cortos. Estaban en una de las piezas del fundo que se teñían con la última luz del poniente, luz filtrada por unos álamos, por unos sauces y por el polvo levantado por los arreos. Adentro había olor a té y a carbón y a hojas de eucalipto hervidas, que pasaba la ropa.
Estos tipos no hilaban fino con los apellidos, al contrario, eran paladines del anonimato, aduaneros del mérito, adoradores del conocimiento, sacralizadores de libros empastados en rústica. No se iban a interesar en ellos las niñas de Talca, las pichonas Donoso o las Letelier, fóbicas al polvillo de la tiza. Él pensaba: quizás me corresponda presentarme por mi cuenta, pero con qué plata y las niñas ya saben que trato con estos individuos. Las Cruz me van a hacer la cruz. Mientras tanto los tipos contrabandeaban con Gorki y con Koprotkin. Vagamente se emocionaban con Müger y con Juan de Dios Peza y se tomaban en serio, con irritación, al padre Monlau.
Su mamá sacó un género oscuro del último cajón de una cómoda y se lo entregó para que se lo llevara a la mujer de uno de los inquilinos, la mujer que cosía por allá lejos en las casas del bajo conocido como Totoralillo. Se fue caminando con la emoción del que adivina el esclarecimiento de un futuro incierto, golpeando el aire con una rama de maqui, viendo las nubes dispersarse hacia la costa y escuchando en la distancia martillazos y ladridos.
Al volver una huasita -la hija del cabrero- se le adelantó para esperarlo en un recodo. Lo llamó con la pura sonrisa mientras sus piernas flacas se hacían un ovillo una con la otra. Al acercarse ella le dijo “acérquese más, pues, ¿no es hombre acaso?”. Se suponía hombre y por tanto se acercó mientras la huasa retrocedía. Ella tenía el terreno estudiado, de modo que lo condujo en dos o tres movimientos a una cama de hojas. “Hágame la maldad, patroncito chico, hágame la maldad”. Le hizo la maldad con ternura instintiva pero rápido, y llegó a amar por un instante su olor de pelo sucio y de manteca en la zona del cuello. No se notó que para él era la primera vez. Les contó a sus primos en la noche y ellos bromearon con los rostros adustos: tenís que casarte al tiro o el viejo de las cabras te agarra a rebencazos hasta despellejarte. Hay que ir a despertar al cura ahora mismo. Te trasladái a vivir a su casa no más, pa que durmái en la tierra tapado con sacos, los de papas son abrigados pero tienen vinchucas. El viejo ronca eso sí, y duerme con la ropa puesta.
Era frecuente entre esa gente hacer bromas sin reírse. Meter miedo. Antes era con el Cachudo. Lo mandaban cuando chico a recorrer las cercas de la viña con un chonchón y alguno se escondía en unas matas oscuras para simular -a su paso- un grito feminizado y lúgubre. Dejaban unos carbones prendidos insertados en el tronco de un árbol para que parecieran los ojos del Coludo. A veces lo retenían a la fuerza en un camino aislado y se ponían a llamar a gritos a don Blas, el bisabuelo asesinado, el bisabuelo malo: viejo Blas, ven a buscar a este niño, tú lo pediste, es para ti, te lo regalamos. Y cuando la cosa ya desmayaba: te estamos haciendo un regalo viejo de mierda, sabemos que estái mirándonos escondido, sal de la sombra, carajo, llévate al chiquillo que aquí no nos sirve.
El día que se ausentó por ir a Chillán –a hacer unos trámites, a ver gente y movimiento– al regreso se enteró por su madre –que nada sabía del episodio carnal– que a la muchacha la habían golpeado con una vara de membrillo. La amarraron a un poste y le dejaron las piernas hechas unas lástimas. Pa que no criís huachos, mierda. Y si andái cacareando te llevamos a la cárcel de las monjas chupeteras. Y no andís llamando a tu taita que le damos la frisca al viejo también.
Por ese tipo de cosas, ya de pantalones largos, encontró, al llegar a Talca, que las palabras esponjosas de esos desconocidos operaban como un alivio en su conciencia. El filósofo regordete hablaba de “redimir al pueblo”, utilizando un lenguaje sacado de la propaganda anarquista, de los libros de catequesis, de los folletos carismáticos que él mismo había alcanzado a publicar en su juventud en la imprenta de la iglesia. Aquel gordito era un renegado: un hombre peligroso, que no había renunciado al estilo mesiánico, sólo que trasladado a evidencias estadísticas probatorias de la alevosía de una clase social que él consideraba dominada por poderosos zánganos y sostenida por una legión de paniaguados. Llevaba un bigotillo fuera de la moda, una sombra raleada sobre su labio superior, donde además se insinuaba la piel lisa que surge como síntoma de varias generaciones de antepasados alcohólicos. El filósofo flaco, por su lado, podía ostentar cierta dignidad cuando se le observaba en silencio concentrado en un libro abierto junto a la ventana de su pequeña oficina, colindante con un jardín de rosas. Pero la vieja de las llaves había advertido: “Ese caballero hace como que lee, pero siempre está durmiendo. Y no lo culpo: si es mejor dormir que leer. Yo he viajado hasta la China soñando y he soñado también que soy princesa: me ponían un traje que le colgaban los diamantes pero las chancletas me quedaban igual”. Luego lanzaba una carcajada herida.
Caminando por el centro de Talca con sus dos compañeros se cruzaba con gente que les hacía un mohín de desprecio. Entre esa gente, a la salida del Café Francés, se encontró con la prima Teresa, recién casada con talquino. Ella lo sacó del brazo a un lado aparte y, tras inquirir la salud de algunas viejas de la familia y manifestar por ellas un cariño superior, le dijo violentamente: no me gusta que ande con rotos. Bueno, dijo él, serán rotos pero ustedes son siúticos, no sé qué es peor.
Por ese tipo de cosas, ya de pantalones largos, encontró, al llegar a Talca, que las palabras esponjosas de esos desconocidos operaban como un alivio en su conciencia. El filósofo regordete hablaba de “redimir al pueblo”, utilizando un lenguaje sacado de la propaganda anarquista, de los libros de catequesis, de los folletos carismáticos que él mismo había alcanzado a publicar en su juventud en la imprenta de la iglesia.
Al otro día vino un terremoto y la puerta de su pieza se trancó. Los adobones del colegio probaron su flexibilidad y su resistencia ante el tremendo peso de la techumbre, que se bamboleaba para todos lados. Unos estudiantes lo sacaron por la ventana a en estado de shock. Un practicante lo hizo tomar un jarabe para el cerebro que igual servía para los nervios. Lo llevaron al hospital donde quedó en un pasillo tendido en una camilla bajo unas luces pálidas. Sentía los gritos de los heridos, los aplastados, los mutilados. Pensó que nada tenía que estar llamando la atención en ese lugar, afectado de un problema nimio. Se le aparecían los primos en la memoria: los imaginaba mofándose con seriedad: ¿así es que muy nervioso el maricón?, ¿se le ensuciaron las polleras?
Me ahorro los hechos sucesivos, el próximo viaje entre nuevos cerros, sembradíos, tierras arcillosas y pueblos derruidos. Pasaron años entre la escena precedente y las que vienen. Simplemente un día estaba en Santiago con una carta de un pariente para Eliodoro Yáñez. Le llegó la respuesta a un cité de la calle San Ignacio. En el sobre le pusieron Vito XXXX, casita A. Con rabia tomó la pluma, la sumergió en el tintero y con la mano temblorosa -como lo atestigua el reguero de gotas que impregnó el sobre- tarjó “casita” y escribió “casa”. No me vengan a ningunear tan temprano, qué se creen. El mensaje doblado dentro del sobre era claro: joven, véngase inmediatamente al diario que comienza hoy día mismo.
La tarde de salida del primer día de trabajo se puso a caminar por Agustinas hacia el centro, percibiendo como una cosa nueva cada detalle del ajetreo de la ciudad: luces, caras, zapatos, voceos, chirridos de ruedas metálicas, destellos, humo de puros, olor a café, a pavimento caldeado, a podrido. En todas las veredas había grupos de petimetres reunidos en actitud suficiente y ociosa. En una esquina, colgando de un cordel tendido, oscilaba un ángel de cartón piedra al que le faltaba un pedazo de ala dejando ver, por la rotura, los diarios amuñados con engrudo de su relleno.
Poco después se cambió a vivir a la casa de Monsieur Fournier, frente al Forestal, el parque nuevo. Todas las tardes hacía distintos caminos para volver a la casa. A veces incluso se alejaba en dirección contraria, por la Alameda abajo, para merodear por las inmediaciones de la Estación Central, observando al anochecer la vida al interior de los bares que ya por entonces se denominaban “de mala muerte”, bulliciosos resumideros de alegría precaria. Las risas de las mujeres parecían graznidos, mientras los hombres, los clientes, de mirada semidormida y sonrisa idiotizada, las obligaban a sentarse en sus rodillas.
La existencia de un hombre puede ser comprimida en un caos de imágenes superpuestas. Las calles perdidas de Santiago, las de los barrios apartados, cubiertas de adoquines o de huevillo, con esporádicos faroles que apenas alumbraban su propia presencia, tuvieron para mi abuelo la perplejidad de lo nuevo y el vértigo de las promesas. Olió el aire azumagado de los prostíbulos, se miró en los espejos penumbrosos de sus salones, los tules falsos pasaron de la realidad a sus sueños.
Una vez se quedó dormido en un tranvía.
Una vez , al entrar a una casa desconocida, se vio a sí mismo cuando guagua en el rincón de una de las piezas.
Una vez vio como un caballo mordía a un transeúnte.
Una vez amarró a un perro con rabia.
Una vez le tocó en un banquete la salsa que aborrecía: la salsa blanca.
Una vez vio cómo una mesa perseguía a una mujer en una sesión de espiritismo.
Una vez la mujer que era su novia, llamada Gabriela, lo vino a buscar en sueños la misma noche en que murió.
Una vez recibió una carta donde su madre le decía: “Güiyilemu ya no será para nosotros”.
Pintura de Krasna Vukasovic