
1
Año 2001. El caño del 32 se bambolea por todo el cuarto. Había pasado por las manos de todo el barrio y antes había pasado por otros barrios para terminar ahí. El Mono se ríe mientras le da una seca feroz a un porro paraguayo. Nadie puede ver el vértigo en los ojos de Lucas que parece estar parado al borde de un edificio. No tiene miedo de caerse, sino a saltar. El caño apuntando a la cabeza de Guille que se ríe para no quedar como un cagón. El dedo tenso en el gatillo, simplemente va a dar el salto de un momento a otro esparciendo el silencio por toda la cuadra.
2
El vaso se despedaza en fragmentos. Lo vemos caer desde la ventana y romper el silencio que enseguida es absorbido por la noche. Nos reímos. Vos del vaso, yo de tu risa. La telaraña de la pared se mueve lenta por la brisa. Desde la cama me pasás el cigarro mientras tirás el humo a la nube del techo.
¿Cuántos cigarros fumamos ya?
No sé, cuarenta o cincuenta.
Cuando termina una historia debería terminarse y punto, pero casi siempre sigue con el comienzo de otra. Ésta tal vez diga más que la propia historia.
3
La mayoría de los que estaban en la casa de Lucas la madrugada en la que a Guille le reventaron el cráneo, eran pibes del barrio, que él conocía desde siempre. Les decían los pendejos. Una forma de referirse a ese grupito conformado por el Mono, Lucas, Guille y algunos que sólo aparecían a veces.
Los grandes ya no paraban más en la esquina. Había que tocarle la puerta al gordo si uno quería comprar porro o merca y te lo daba siempre en un lugar diferente, para no quemar.
La casona de la esquina pasó de ser una cantina de viejos borrachos a convertirse en un comité de base del Frente Amplio que abría únicamente en las noches, algunas veces a la semana. El resto del tiempo era el lugar donde los pendejos se juntaban a fumar a cualquier hora. El Metropolitano de Básquetbol, líos en las salidas de los bailes, minas del liceo, viajes de ácido, hongos, hachís, té de floripón, la mejor forma de comprar cemento de contacto sin que el bicicletero se diera cuenta de que era para jetear, hits de Galaxia, robarle a los chetos del colegio inglés, pegarle a los chetos del colegio inglés, correr a Chacho y Chicho.
Ese era el apodo que alguien de una generación anterior a los pendejos les había puesto a unos hermanos loquitos que vivían en la casa de la esquina. Mantenerles la mirada daba miedo, sobre todo cuando uno andaba solo, porque Chacho y Chicho te miraban cuando estabas solo y mientras lo hacían, uno le cuchicheaba algo inaudible al otro que desenfundaba una sonrisa diabólica de dientes torcidos. La mayoría de las veces caminaban agarrados del brazo de la madre. Uno de cada lado. Una vieja de rulos que si bien parecía bastante normal, también tenía algo perturbador. Había criado a dos loquitos que casi con cuarenta años se hacían la paja en el balcón y si podían te lecheaban cuando pasabas caminando.
Se había dicho que habían apuñalado al Martínez, un viejo que andaba por ahí hablando solo y que cada vez que se los cruzaba empezaba a decir a los gritos la oración de San Benito “La Santa Cruz sea mi luz, ¡apártate Satanás!, bebe tu mismo el veneno…” y así hasta que doblaban la esquina o se metían en el almacén de Victorio. Según algunos vecinos, el viejo los había visto persiguiendo a una mujer hasta la parte de atrás del zoológico, a la que encontraron moribunda al otro día, con la ropa toda rasgada y heridas por todos lados. Todo esto fue deducido por un vecino que interpretó los desvaríos del viejo, que vivía en un delirium tremens constante: la hermenéutica del barrio. El hecho es que un día el Martínez apareció muerto en la calle. Tenía a su lado una botella de clarete seco, como todas las mañanas, pero esa vez nadie lo pudo despertar. La vereda estaba manchada de con su sangre seca.
Después de eso, durante varias semanas, Chacho y Chicho se encerraron en su casa. Pero un día aparecieron caminando por la esquina del Club como aparece una mancha de humedad en la pared recién pintada. Aquel día fue uno de los peores. A nadie le importó la regla tácita de no hacerles nada mientras estaban con la vieja y llovieron cascotazos sobre los tres. Esta vez no salieron corriendo como siempre, se quedaron a proteger a su madre.
Varias generaciones de pibes del barrio habían corrido a pedradas a Chacho y Chicho durante años.
Los pendejos se iniciaron ese día.
Después de eso no vimos más a Guille por un tiempo. Todo el barrio se había enterado de la pedreada y sus padres le prohibieron parar en la esquina. Esos días de penitencia subía a la azotea y se quedaba mirando el movimiento de la cuadra desde aquella perspectiva distante, mientras clavaba las uñas en los cuadraditos plateados de la membrana asfáltica. Siempre volvía sombrío de la azotea, como si aquella perspectiva cenital de su cuadra le ayudara a entender algo de sí mismo.
Guille siempre quería estar afuera de la casa, como todos los pibes del barrio, porque estar adentro significaba detenerse en aquella incertidumbre de la televisión, de las conversaciones en la mesa, de los mensajes subterráneos que intercambiaban sus padres sin hablar.
4
Entrar a tu cuarto es como verte desnuda. En la ventana que da a la calle están pegadas las placas que un médico le sacó a tu cerebro cuando dejaste de hablar por un mes y tu madre creía que tenías una enfermedad. No sabía que aquello era una decisión gestada durante mucho tiempo. Una forma de acercarte a un sentimiento imposible de comunicar.
Antes de llevarte al médico te pusieron en frente a una curandera, que le dijo a tu madre que te callabas para hablar con un muerto. Muchos años después fue tu madre la que dejó de hablar, tal vez por la misma razón.
Me acerco a las placas y me hacen pensar en un test de Rorschach. Me dan ganas de interpretarlas.
A vos, en cambio, te parecen un mapa térmico de superficie marítima. Querés nadar en esas aguas fluorescentes, pero te negás con una pitada de cigarro. Me hablás de tu madre, la recordás tejiendo, siempre, como si en aquellos años antes de morir, la mujer necesitara escuchar el sonido rítmico y constante de las agujas chocándose entre sí, para sostener aquel cuerpo enfermo. Una metáfora cardíaca que la mantenía con vida mientras todo en su casa se caía bajo el ejercicio del deterioro. La visitabas un par de veces a la semana y casi siempre se quedaban en silencio, tu madre tejiendo y vos fregando cada rincón del piso.
5
El padre de Guille trabajaba en una casa de repuestos cerca del barrio de los judíos y los domingos hacía feria vendiendo flores que su madre cultivaba en Punta Espinillo, donde se había criado. Era un tipo muy flaco que nunca te veía cuando le pasabas por al lado. Sus dos hijos heredaron el gesto serio del que todos inferían una profundidad medio hermética y hasta su esposa parecía haberse mimetizado con aquella seriedad.
Cada tanto manejaban la posibilidad de viajar a España donde un conocido les podía hacer el aguante los primeros meses y ayudarlos consiguiendo un trabajo que les permitiera ahorrar y volver con algo de plata para empezar un negocio. En esa andaban muchos por esos años en que nadie sabía bien cuánto tiempo iba a poder seguir endeudándose. Aquella culpa generalizada de estar prometiendo siempre poder pagar. Su esposa había aceptado irse con él, pero en el 2000, cuando quedó embarazada por segunda vez, todo se complicó. El día que lo supieron el cielo estaba más estrellado que nunca y Guille se había ido a jugar al PlayStation nuevo del gordo Salvador, al que todos despreciaban por gordo careta y buchón, pero que tenía el primer PlayStation de todo el barrio. Esa noche, los padres de Guille decidieron quedarse en Montevideo hasta que Sofía naciera.
6
Vamos a hablar pila como siempre. Pero no olvidemos todo otra vez. A veces el pasado aparece concreto y el presente difuso y fragmentario. De ahí a tus diarios. Abrís la puerta del ropero como si estuvieses diseccionándote. Un archivo de papel latiendo. Te pido que me leas algo y vos ponés un disco. El pasado son frases extensas y eternas. Detalles por todos lados. El presente, una serie de listas, enumeraciones, inventarios, clasificaciones.
7
El 32 lo trajo el Peludo, que vivía en Cordón y transaba de todo. Era el novio de Taína, una compañera de liceo de Guille, con la que se escapaban juntos de la clase para fumar porro. Por lo general volvían a clase re locos o directamente no volvían, lo que le costó a Guille repetir segundo.
La transa la hizo el Mono, cambió un 25 por el arma. Nadie entendió bien por qué le había dado el faso de todos a cambio de algo que, a fines prácticos, no pasaba de una chuchería; pero el Mono decía que la banda tenía que tener algo para defenderse, con ese tono que nadie sabía bien de dónde había sacado. “No tiene arreglo” decían unas viejas que se juntaban a tomar mate en la vereda del edificio mientras lo veían trepando a toda velocidad entre una columna de luz y la pared de un galpón para esconder un 25 en el techo, porque en el barrio había operativos policiales y al anochecer empezaban a aparecer milicos como mosquitos. Si tenías menos de treinta años, era cantado que te ponían contra la pared y de una patada te abrían las piernas para revisarte todo.
Después te pedían la cédula y si no la tenías te llevaban a la comisaría donde si eras menor te dejaban hasta que te fuera a buscar un adulto. En esos casos los pendejos siempre terminaban pidiéndole a Mariana que fuera a buscarlos. Los que no habían caído le tocaban la puerta para pedirle que por favor fuera hasta la novena porque se habían llevado a tal o cual y si se enteraban los padres lo mataban. Mariana les decía “gurises, otra vez” y se golpeaba la cintura con la palma de la mano, pero en seguida se iba a hacer un mate y caminaba las diez o quince cuadras hasta la comisaría, acompañada de alguno de los pibes. Es que Mariana no era una de esas viejas que se juntaban a chusmear en la vereda, como las que le dijeron a la madre del Mono que lo habían visto aspirando nafta en una bolsa de leche hasta quedar como los que predicaban el apocalipsis en las películas yanquis. Mariana se llevaba bien con todos; incluso iba a llevarle yerba a los pibes que estaban en el COMCAR, porque los había visto crecer, como ahora veía al Mono y a sus amigos, con un poco de resignación, pero entendiendo que las cosas no eran tan fáciles como hacer todo bien: ir al liceo, conseguirse un trabajo y listo. De la misma forma, los pibes del barrio la ayudaban.
Obedecieron cuando ella pidió que no le vendieran más merca a Ruth, su hija, que ya había estado internada dos veces en una clínica de rehabilitación en Melilla, de esas que nadie podía pagar en aquella época. La segunda vez la encontraron con los brazos cortados en el baño, Mariana había tenido que pedirle a un vecino que le tirara la puerta abajo.
La madre del Mono ya no sabía qué hacer; había pensado en encerrarlo con llave mientras ella no estaba, pero al final terminó pidiéndole a su ex esposo que hiciera algo, que se lo llevara a trabajar con él a la barraca. El viejo, que nunca antes se había aparecido por el barrio, estacionó el Fiat en la puerta de la casa ante los ojos del Mono, Guille y los demás que andábamos por ahí. Se bajó dando una mirada de reojo, tocó timbre y segundos después salió la madre del Mono que con una señal lo llamó. Recién ahí el viejo pareció reconocerlo aunque con cierta duda que se le notaba en la cara desde la vereda de enfrente. Lo que pasó en la casa del Mono ese día nadie lo supo bien, pero después de dos o tres horas el viejo salió y a partir de ese día, el Mono tenía que ir ocho horas a ayudarlo a cambio de nada. Todo eso en vez de ponerlo en “el carril”, como decían las viejas, había despertado algo oscuro en él. Empezaba a odiar todo aquello con un desenfreno llamativo y en esa furia con la que se adhería a todo lo que tenía prohibido arrastraba a todos los que estuvieran con él.
Por eso convenció a todos de que aquella decisión de transar el 25 que habían conseguido, era lo mejor. Andaba de acá para allá con el fierro en la cintura. Iba a comprar cigarros al quiosco con aquello presionando en su pantalón. De vez en cuando lo dejaba ver como para que todos recordaran que estaba ahí. Los niños de la cuadra, que jugaban “cordón” quince horas por día, paraban el juego con la pelota abajo del brazo para mirarlo pasar.
8
El afuera es un lugar extraño. Estamos borrachos, transitando ese juego de faroles y sombras que son las calles del barrio a esta hora. Prefiero volver a tu apartamento, ahí hay objetos nuevos que hablan de ti; y telarañas, ropa sucia, libros de psicoanálisis y novelas sobre suicidas; y polillas que se inmolan contra la lámpara vieja de tu abuela. Y vos, acostada boca arriba con el cenicero en el centro de tu vientre. Doblamos la esquina, dos viejas nos miran desde una torre, atravesamos el contenedor prendido fuego, el olor a plástico quemado, las bolsas negras despellejándose, rebelando su intimidad.
9
La mayoría de las veces las reuniones se hacían en la casa de Lucas. Era grande, tenía patio, dos pisos y su madre casi nunca estaba. Desde niño Lucas era el que tenía las mejores cosas, la mejor bicicleta, la mejor pelota de básquetbol, los mejores championes y desde hacía algo más de un año, era el que ponía la mayoría de la plata para bancar los fines de semana. Si bien cargaba con el karma de que su familia fuera una de las pocas del barrio a las que no les afectaba la crisis, había que reconocer que desde niño Lucas había compartido todo lo que tenía. Cuando le regalaban una pelota nueva, automáticamente pasaba a ser la pelota del barrio, cuando le regalaban un Nintendo, automáticamente pasaba a ser el Nintendo del barrio. Hasta hacía poco, Guille y el Mono pasaban los veranos en la casa que su familia tenía en Vichadero, pero como estaban las cosas su madre ya no ponía las manos en el fuego después de tantas cagadas. Porque la última vez que los había invitado, se habían ido al campo a buscar hongos y hasta el otro día no les vio el pelo.
Además, Lucas se había hecho echar del Colegio Inglés. Usar ese uniforme lo hacía sentir una especie de testigo de Jehová o algo peor, un cheto del Colegio Inglés. Así que empezó por ir sin uniforme. En un par de años había pasado el récord de suspensiones en la historia del Colegio.
Algunas de ellas bastante pintorescas, porque Lucas era un pibe excéntrico desde niño.
10
Dependiendo del día, los ornamentos del techo de tu cuarto te hacen acordar a viejos encorvados, caminando en fila. Otras veces pensás en flores; una al lado de otra: geranios, malvones y esas hechas con el papel metálico de una caja de cigarros, como las hacía tu madre; deberían tener nombre propio.
11
A las tres de la mañana, el sereno del Club salía de su garita para analizar el estruendo que lo acababa de despertar. Un sonido seco. ¿Un tiro? ¿Una bomba brasilera?, dudó; seguido de un silencio inusual. Como si lo que fuera que se hubiera detonado en ese momento se hubiese llevado el abanico de sonidos sutiles que afectaban al barrio a esa hora. En la pequeña tele en blanco y negro sin volumen, una película de canal 4 en la que un hombre caminaba por un pasaje subterráneo con una mujer a cuestas. Cada tanto paraba para mirar hacia atrás. El sereno se levantó de la silla y forcejeó la puerta de la garita que otra vez se había trancado; después de tres o cuatro empujones se abrió y la humedad fría de la noche le roció la cara, el silencio seguía; el hombre sintió que aquel fenómeno era como un eclipse que enrareciera la luz por unos minutos, pero a nivel sonoro, así es como dice recordarlo hasta hoy, cuando le piden que cuente aquella noche. Como si la cotidianeidad a la que estaba acostumbrado se desgarrara en una inminencia sentida a nivel del cuerpo. Los minutos que demoró todo en volver a la realidad, fueron los mismos que el Mono y Lucas demoraron en entender que aquella sangre que se extendía siguiendo las líneas del parqué era la de Guille. Durante esos minutos el futuro se suspendía y todo lo pensable se convertía en memoria, recuerdos, porque todo proyecto de tiempo hacia el futuro era de una imposibilidad punzante.
El hombre caminó algunos pasos explorando a través de esa capa espesa de silencio cósmico que atravesaba la cuadra, refregándose las manos contra el pantalón de jean para avivar el sentido del tacto y así sentir que por lo menos aún estaba ahí.
12
Golpeas tres veces el filtro del cigarro contra la mesa y de un momento a otro, las ventanas se encienden, las luces de los patrulleros y el sonido abrumador del barrio volviendo con toda su furia. Solo ves los ojos de Guille apagándose como pantallas de celular. Tal vez a tu madre desconsolada dejando caer el teléfono, o a tu padre inmóvil en la vereda. Nunca te hablaron de eso pero lo tenés debajo de la lengua desde siempre. Tenías apenas un año. Imaginas la escena, algo tan poco real como la propia memoria; ni siquiera tuviste la posibilidad de inventarte un recuerdo vos misma. Apenas una sensación con la que creciste, de que ahí faltaba algo, en cada momento importante de tu vida se abría una grieta ciega, algo que impedía toda comunicación.
Un año descubriste que aquella foto en la pared era tu hermano, digo año porque aquello no fue un hecho que se diera de un momento para el otro, fue un proceso de empatía involuntario, pero silencioso que fue tomándote por partes. Después se afirmó en tu forma de hablar, en tus gestos, en la imagen que tenías de tus padres. Tu mirada de niña se perdió al identificar aquellos ojos que miraban fijo con los tuyos.
φ Gonzalo Baz (Montevideo, 1985) es escritor, editor, librero y director del sello uruguayo Pez en el hielo ediciones. Publicó Animales que vuelven, su primer libro, en el 2017 y editó y tradujo la antología La paz es cosa de niños, en el 2018.
Imagen: Josesko