
“Me ha dado por interpretar un sueño dentro de otro sueño.
Así no se puede dormir tranquila”.
Luz María Bravo
Una tarde muy bonita, parecida a ciertas tardes soleadas amarillentas de mayo, veníamos de poniente a oriente por la vereda norte de la Alameda a la altura de Cienfuegos. Llevábamos un rato caminando pero la primera imagen que registro es de esa parte específica. Infiero que había habido hechos pasados, una continuidad anterior, precisamente veníamos riéndonos de algo elaborado en los momentos previos, en las cuadras precedentes.
Es como si todo esto perteneciera a una película y alguien hubiera cortado la cinta, dejando la historia sin comienzo, provocando que ésta empezara en cualquiera de sus escenas intermedias.
Una posibilidad es que el punto de partida haya sido la casa que alguna vez fue de la familia Préndez, en la esquina de Huérfanos y Hurtado Rodríguez. Supongamos que ahí estaba tu trabajo. Un timbrazo discreto, una intercomunicación a través del citófono, una espera entre los árboles de la calle y ya: por la mampara entornada habrías salido sonriente hacia la vida luego de una jornada de siete horas.
No puedo dejar de decir esto: renacida, o al menos esa imagen me llegó de la delicuescencia del vidrio biselado de la mampara. And fade into the light of common day. Nos fuimos por Huérfanos hacia el centro, las casas adormecidas en el pasado, con ruidos de hora de once perceptibles más allá de las ventanas, el sol adormecido sobre los adoquines cruzados por rieles de tranvías que llevan cincuenta años sin uso. Allá al fondo sobre los techos se ven las agujetas de una iglesia, acá más cerca un viejo con chaleco trepado en una escalera amarrando con alambre algo no discernible del antepecho de una casa pintada de celeste.
Seguimos por García Reyes, Portales, Cumming –donde el ajetreo es mucho mayor– y por fin se expande la mencionada Alameda –donde el ajetreo es estructural.
Ahora pienso que la conversación hilarante que llevábamos era sobre la palabra citófono. Algo te dije del general Roberto Viaux Marambio y me arrepentí de inmediato, ya que tuve que sacudir de mi memoria feas imágenes nocturnas de octubre de 1969.
Mejor era el ahora. Había tanta gente copando las veredas, caminando y sonriendo con apuro, como si tuvieran la perspectiva de un concierto, de un fiesta, de un desfile faccioso. Parecía que todas esas personas vivían con la felicidad de una edad despreocupada. Tal era la liviandad de sus pasos. Nos saludó un joven con chaqueta de basurero y la calavera insinuada en la sonrisa, era un sobrino de alguien, vinculado a una familia muy conocida que tuvo el monopolio del lacre en los años del Centenario. Pero pasó muy rápido en sentido contrario, se deshizo como polvo lumínico o bien se lo tragó el viento.
Había, ya lo dije, un sol vespertino, tardío, que blanqueaba la parte superior de los árboles espesos en la isla central de la Alameda. Las zonas sin sol aparecían en todo caso dotadas de una inusual nitidez. Se veía todo con una calidad acuosa: las filigranas en las baldosas de las veredas, el veteado del mármol de las balaustradas, los descascaramientos de la pintura de unas vallas papales apiladas, los viejos portones oscuros con lunas menguantes de fierro forjado, las micros azul pizarra que desaparecían por una calle cubierta por el humo de un fuego extemporáneo (estaban quemando las pertenencias de un mendigo que llamaban El Húngaro, una colchoneta, unas camisas, uno cartones corrugados).
Mucha gente apresurada en dirección perpendicular a la nuestra, desplazándose en el eje norte sur por un puente enrejado. Había en esa zona un resplandor, una claridad polvorienta, como si fuera un tramo metafísico en cuyo interior los transeúntes se perdieran para siempre.
Algo sobre los árboles: era la hora del día (de algunos días) en que a los ombúes se les ven los troncos negros y las hojas especialmente oscuras y lustrosas y dan la impresión de pertenecer a un mundo encantado. Si te pudiera mostrar las ilustraciones de un libro infantil que revisé una vez lo entenderías de inmediato: un gandul llamado Titel Vilcheras hacía su hogar dentro del tronco hueco de uno de estos árboles, y por una ventana que le había horadado se veía de lejos la luz de su lámpara al atardecer.
Había que saludarlo levantando el brazo derecho y bajando la mirada sin dejar de avanzar.
-¡Por las coloradas, buen Titel!
-Pase usted a tomar un té.
Si los árboles estaban tan cubiertos, si en la escena predominaba el follaje en gradaciones polvorientas y la transparencia del aire, quizás entonces era más bien una tarde de primavera, octubre en vez de mayo, eso me parece más preciso: veníamos entonces una tarde muy bonita de fines de octubre subiendo por la vereda norte de la Alameda, a la hora en que la gente salía de los trabajos y las universidades, podíamos percibir alegría en los demás, un ánimo distendido, energía en sus pasos, relajo en sus miradas.
Un tipo de casaca sintética sonreía avanzando rápido y prendía un cigarrillo protegiendo la combustión del fósforo con sus manos haciendo pantalla. Tenía la cara un poco fofa, un poco insolente, y jamás la sonrisa le hubiera delatado la calavera. Tú también, te digo antes de que se me olvide, sonreías la primera vez que te vi, quiero decir cuando apareciste en el sueño, una sonrisa que implicaba un subentendido profundo, por lo que nuevamente infiero que si hubiera una historia en todo esto la caminata tendría que tener ya su tiempo, o sea haber partido en la esquina de Huérfanos con Hurtado Rodríguez o en un lugar equivalente. Venías con el pelo negro y con bluyines, te miré de reojo y luego hice un paneo de lo que describí más arriba. No he mencionado la brisa fresca ni las pálidas floraciones ni el olor a polvo de pavimento, a tierra negra apisonada, a riego.
Antes de llegar a la Norte Sur te pedí que nos detuviéramos frente a un edificio de ladrillos sucio y destartalado, con una ferretería en el piso de abajo y quizás una consulta de dentista o de tinterillo en los pisos superiores. Yo anunciaba que te iba a mostrar algo, algo de mi vida: por el costado derecho, por lo que podría haber sido una entrada de autos (pastelones, muro de ladrillos, pasto seco), se veía con bastante amplitud lo que había al fondo: otro edificio, moderno, de mediados de los sesenta, clarucho y envejecido, de cuatro pisos, cuya presencia, a pesar de la referida visibilidad, era difícil de advertir para los transeúntes si éstos no se fijaban especialmente.
Te conté que en 1984 vivimos en ese edificio interior con mi mujer de entonces, que los dueños ocupaban el segundo piso y nosotros el tercero. Y al mirar recordaba ese año lejano, se me proyectaban unas imágenes sobre las otras. Los departamentos eran idénticos, dos ventanas en los extremos respectivos y un balcón incorporado con ventanal de corredera en la parte central, o sea a la altura del living. Abajo un paisaje desmañado, con algún matorral aislado y pastelones de cemento similares a los de la entrada arrumbados junto a unos palos y a unos maceteros quebrados. Recordé, mientras te hablaba, la expresividad especifica de los dueños, una mujer callada y observadora (condenada a batir huevos, hierática al hablar por teléfono) y un hombre enjuto de camisa celeste y anteojos de marco dorado, ágil, formal, serio y en el fondo buena persona, que brincaba desde el pouf y estiraba la mano para el saludo en un mismo movimiento, como si a esa acción le asignara algún tipo de urgencia. Recordé –insisto–, mientras te hablaba, mientras mirábamos el edificio desde la calle, un mediodía del verano 1984 en que salí por ese pasillo hacia la calle y era tal la luz del sol que todo se borroneaba por un resplandor blanco. Recordé la sensación de veredas caldeadas, de sopor, resolana y a la vez la emoción de estar inaugurando algo, una primera inmersión en la vida fuera del protectorado familiar. Atravesé en ese ánimo rápidmente las seis pistas de la Alameda y los jardines del medio y llegué a unas fuentes de soda que ocupaban la planta baja de una mansiones revenidas. Me metí a la de la esquina, de techos altos, sombría, con un refrigerador industrial en la parte del fondo y una máquina de helados Savory cerca de la entrada, junto a la cual descansaba –ante la ausencia de clientes– una joven garzona con delantal granate. Ella estaba ausente, reclinada en una posición de leve desequilibrio, inclinada hacia la izquierda.
Cuando pasamos la Norte Sur y Almirante Barroso (de niño, en 1976, iba a esa calle a unas clases de flauta dulce, lo acabo de recordar), pasamos a la vez Teatinos y Bandera, que eran lo mismo, y ya se había hecho de noche, y tengo la idea de que también cambiamos de año, porque seguíamos avanzando hacia el oriente en un anochecer de 1978. No era algo que nos preocupara en absoluto, ya que seguíamos riéndonos de la conversación que traíamos, la que –siguiendo la lógica estricta de los hechos– venía del futuro, un futuro en el cual no éramos más viejos ni más jóvenes.
El tono de la realidad en este tramo es dorado y negro, una fórmula de escalofrío. Negra la parte de los mástiles en los viejos edificios, negro el cielo, doradas las luminarias de yodo, las veredas, los bronces de los portones en las galerías. Transparencia yodada de los antiguos frascos de remedio y de los charcos con pirigüines en las quebradas de los balnearios. Desde el 78 uno resbala de espalda y cae en el túnel del colegio, lugar del que quisiera salir de inmediato pero es imposible porque desde el extremo inferior se acciona un viento succionador. No quiero pensar que los frascos de remedios traen un algodón en la parte superior bajo la tapa. No quiero saber de la escarcha y la corbata, de las flores de cordel de artes manuales, del invierno de 1974 hacia el cual ya me deslizo, del cansancio en los huesos, los cierre eclair reventados y las tareas sin hacer. Despidámonos ahora y sigamos otro día, ya que ambos necesitamos dormir y despejarnos con los ojos propiamente cerrados.