Posted on: Noviembre 3, 2020 Posted by: odradek Comments: 0
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Traducción de Constanza Gutiérrez


La naturaleza profunda de mi mente es más racional y científica que el común, pero siempre tuve una cepa salvaje: la magia me ha fascinado desde la primera infancia. No me abandonaba a creer en ella por completo, pero ha habido momentos en los que he suspendido mi incredulidad hasta el punto en el que casi podía sentir la emoción de alterar las leyes de la naturaleza y, si hubiese existido un hechicero de renombre disponible en esos momentos, bien me habría postulado como su aprendiz. La mayor parte del tiempo, sin embargo, me reía de estas fantasías y me dedicaba intensamente al estudio científico. 

Nunca hice carrera en la ciencia, pero eso no tenía nada que ver con mi curiosa inclinación hacia la brujería. Durante mi época escolar me involucré tan profundamente en la actividad radical que abandoné toda idea de buscar un puesto en una universidad o en algún centro de investigación, cualquiera de los cuales sería subsidiado y, por tanto, en mi opinión, controlado por el statu quo que tanto había llegado a despreciar. Así, sin esperar a graduarme, me lancé por completo en el complejo mundo de intriga y luchas sectarias que era la política revolucionaria en Nueva York durante los años 30 y 40. 

Durante algunos años viví para la causa, trabajando esporádicamente en mal pagados empleos de medio tiempo con los que me pagaba la comida y una pieza amoblada y barata. Así podía utilizar la mayor parte de mis días en el excitante juego de conspirar y contraconspirar, crear manifiestos y polémicas; aprender teorías marxistas y sostener infinitas discusiones con mis compañeros. Todo parecía terriblemente importante y significativo. Creíamos que la revolución era inminente y que en muy poco tiempo nuestros minúsculos, mal entrenados y mal informados grupos, o al menos uno de ellos, podría ejercer su poder sobre vastas masas populares. En muchos aspectos, no era una mala manera de vivir —sin duda era estimulante y muy gratificante para el ego, siempre y cuando pudiéramos seguir creyendo que éramos La Única Opción—, pero llegó un momento en el que empecé a cansarme. 

Para ser honesto, supongo que lo que me despertó fue el recibir una pequeña herencia. No era mucho dinero en realidad, pero más de lo que había tenido hasta ese momento, y sabía que, si permanecía en el movimiento, pronto se disolvería entre facturas de imprenta y arriendos de salas de reunión y yo pronto estaría de vuelta en la misma posición en la que estaba antes de recibirlo. Era lo suficientemente egoísta como para resentir esto y, por primera vez, comencé a cuestionarme lo que quería para mi vida. 

El grupo al que pertenecía entonces —llamado Consejo Obrero Socialista Ultra-Revolucionario de Izquierda o algo así de pretencioso y grandilocuente— se había reducido a catorce miembros por una rencilla interna, y había rumores de que una inminente lucha de facciones podría dividirlo aún más. Todos mis compañeros eran cegados fanáticos o imberbes jóvenes y su intemperancia y palabrería había empezado a ponerme nervioso. Por lo demás, el statu quo parecía tan sólidamente arraigado como siempre. Así las cosas, parecía un excelente momento para retirarme e irme al campo a pensar las cosas. Sabía que, si me quedaba en el agitado y frenético ambiente del movimiento, nunca podría alcanzar ningún tipo de equilibrio mental. 

Estas fueron mis justificaciones, creo, pero todavía soy lo suficientemente marxista como para saber que el dinero fue la verdadera razón de mi deserción. 

Compré unas pocas hectáreas de tierra sin labrar en la ladera de una montaña, a cien millas de la ciudad y al menos a dos del vecino más cercano; un jeep de segunda mano, que era el único tipo de auto que podría subir el áspero sendero que llevaba a mi propiedad; y el material y equipo suficiente como para construir una pequeña cabaña.  La cabaña era bastante rústica (no era muy hábil para este tipo de trabajo y fui aprendiendo a medida que avanzaba), pero me protegió del clima, en cierto modo. 

Para cuando tuve la cabaña lista ya se me había acabado la plata, pero estaba disponible para aceptar, dentro del pueblo, los trabajos que me permitieran satisfacer mis simples necesidades y todavía tener mucho tiempo libre. Descubrí que, desde que me había ido de la ciudad, el movimiento radical solo parecía un mal sueño. Mientras que todavía creía vagamente en la conveniencia del socialismo, una vez que tomé distancia se me hizo muy obvio que esas pequeñas sectas que habían consumido una parte tan grande de mi vida nunca llegaban a nada y que estaba bien salir de ellas. Para satisfacer el vacío que había dejado en mi vida el cese de mi actividad política, comencé a revivir mi antiguo interés en la magia. Como todos los radicales, era un explorador empedernido de las librerías de segunda mano y con los años había adquirido una buena colección de libros de tradición mágica que no había tenido tiempo de leer con dedicación. 

Mi único otro pasatiempo era el jazz temprano de Nueva Orleans, un interés que había compartido con varios de mis compañeros más jóvenes en la ciudad. Tenía una cierta cantidad de viejos, pero aún reproducibles, discos para fonógrafo —principalmente, música de marcha interpretada por la banda de la Bunk Johnston-George Lewis School— y había comprado con parte de mi herencia un destartalado y viejo trombón. Cuando no estaba estudiando minuciosamente los libros de magia, gastaba mi tiempo libre escuchando discos y aprendiendo a tocar el cuerno francés. Hice muy pocos conocidos en el lugar, lo extremadamente gregario del movimiento había saciado mi deseo de interacción social y, al mismo tiempo, prevalecía en mí cierta actitud de sospecha bajo la cual todo extraño era un posible espía de la polícia,  por lo que siempre tenía muy presente no dejar que nadie me conociera íntimamente. Imagino que, de haber existido una banda de músicos aficionados, hubiese acabado con mi reserva y hubiese dominado los rudimentos del trombón de una buena vez. Anhelaba la oportunidad de tocar con más personas, pero la banda local había sido disuelta hacía unos cuarenta años y, aparte de mí, nadie en absoluto parecía interesado en reactivarla. 

La solitaria y ermitaña vida que estaba llevando, muy parecida a la de un alquimista medieval, facilitó que me tomara la magia más en serio, o quizás fueron las frustraciones acumuladas de mis carreras científica y revolucionaria, que habían reducido mi mente a una aproximación del estado pre-lógico. Como sea, me sentí más y más receptivo a los hechizos y encantamientos de mis libros y pronto empecé a probar algunos de ellos, todavía algo incrédulo, pero poniendo escrupulosa atención a cada detalle de las fórmulas. Al principio no tuve el éxito que esperaba, pero me entretenía, así que continué. Me obsesioné con la idea de que si tan solo pudiera seguir una fórmula al pie de la letra por una vez, el hechizo realmente funcionaría. 

La magia es una materia complicada: hay tantos factores involucrados que son casi incontrolables. Muchas cosas dependen del azar. Uno nunca puede estar seguro de poder encontrar la calidad y cantidad correcta de determinada hierba o raíz y de extraerla cuando la luna esté en la fase y ángulo en que debe estar. Muchos de los ingredientes son descritos tan vagamente que solo podía trabajar por conjeturas. Otro tanto depende del ánimo, también, y rara vez podía contar con permanecer en el estado de ánimo apropiado el tiempo necesario para completar todos los preparativos. Sospecho que esto siempre ha sido así y que es por eso que muy pocos hechizos potentes han sido hechos a través de los siglos, y la razón por la que la magia ha caído en tal descrédito. 

Como sea, finalmente lo conseguí, aunque solo una vez. En algún momento de mis investigaciones logré la fórmula para la duplicación y, si bien nunca fui capaz de conseguir que cualquier otra fórmula funcionara, sirvió para convencerme de que con suficiente perseverancia podría lograr cualquier cosa. Sin embargo, algo me impedía perseverar. Creo que estaba asustado, principalmente porque comprendía que no solo me divertía, ocioso, con una afición excéntrica, sino que trataba con algo realmente serio. Era imposible saber a dónde me podía llevar.  De hecho, el don que recibí fue suficiente para cambiar toda mi vida y no sé cuántas otras. Pero me estoy adelantando en la historia. 

Al principio, mi estilo de vida no cambió mucho. Después de tantos años de escepticismo, me era difícil asimilar mi nueva adquisición y la usé con moderación. Continué trabajando, pero con menor frecuencia. Ahora que podía duplicar mis provisiones —al menos aquellas que no iban a estropearse, como las conservas, la cerveza, las latas de pescado y la harina, que constituían gran parte de mi dieta—, podía hacerlas durar para siempre. Pude haber vivido de champaña, caviar y trufas, pero ya que era una inversión inicial, preferí cerveza y porotos.

Evité duplicar dinero. Supuse que, una gran cantidad de billetes con idéntico número de serie, inevitablemente levantaría sospechas de falsificación, y pagar todas mis cuentas con monedas también hubiese sido llamativo. A veces duplicaba un poco, cuando me daba demasiada flojera salir a buscar un trabajo y solo tenía mis últimos cincuenta centavos (siempre guardaba medio dólar de reserva), pero fueron muy pocas veces y solo como una manera de ganar tiempo.  Además, nunca duplicaba tanto como para que fuese sospechoso, no quería meterme en problemas con la gente del pueblo y, de todas maneras, unas pocas horas de trabajo a la semana eran suficientes para conseguir todo el dinero que necesitaba y eso no era problema para mí. 

De hecho, una vez que terminé con mis investigaciones mágicas tuve más tiempo libre del que necesitaba. Dos horas de práctica diaria con el cuerno francés eran todo lo que podía sostener sin distraerme, y no encontré mucho más en qué ocuparme. Consideré retomar mis interrumpidos estudios científicos, pero habían pasado tantos años desde que había dejado la universidad que tenía miedo de descubrir cuánto era lo que había olvidado. Además, me sentía incómodo volviendo a la ciencia después de haber incursionado en la magia negra, tal como se sentiría una prostituta ante la idea de convertirse en una respetada mujer casada. Probablemente lo hubiese llevado bien, pero no podía dejar de sentir una curiosa mezcla entre desprecio por la ignorancia de mis compañeros y vergüenza por haber violado su código. Para pasar el tiempo, leí aleatoriamente sobre muchos temas, pero nunca estuve muy interesado en la literatura, así que pronto me cansé. 

Una noche desperté luego de haber soñado que era miembro de una banda (mi eterno sueño) y de pronto me iluminé: podía utilizar mi don para satisfacer ese deseo. Me levanté inmediatamente, sabía que si esperaba a la mañana probablemente ya no tendría valor para intentarlo. Me aterraba, pero estaba medio dormido, y me dupliqué. Hasta ese momento no había intentado duplicar nada más complicado que latas de sardinas y, aunque nunca había fallado en ninguno de mis intentos, no tenía cómo saber qué iba a resultar de la experiencia con un ser vivo. Estaba lo suficientemente desesperado como para intentarlo y el resultado fue, o parecía ser, perfecto. Nos miramos el uno al otro, nos reímos un poco histéricos, nos estrechamos la mano y nos duplicamos y reduplicamos. 

Decidimos que ocho era un buen número para comenzar, y luego nos dedicamos a duplicar suficiente comida y bebida para mantenernos. Teníamos una fiesta con un montón de cerveza y luego duplicamos los colchones y la ropa de cama —casi llenamos la cabaña— e intentamos volver a dormir, pero estábamos demasiado excitados y sobre estimulados; nos quedamos jugando y riendo como lo haría un montón de escolares en un dormitorio, aprovechando que el inspector no está. 

Al día siguiente, empezamos a trabajar inmediatamente para proveernos un lugar adecuado donde vivir. Ocho hombres semicalificados pueden lograr mucho más que un solo inexperto y, para nuestra sorpresa, en poco tiempo teníamos un sitio con el suelo nivelado y despejado de maleza. 

Después de acabar con el trabajo, uno de nosotros condujo el jeep hasta el taller de un joven italiano, no muy lejos de casa, que se ganaba la vida suministrando y manteniendo instrumentos musicales para bandas de escuelas secundarias en un radio de veinticinco millas. También vendía los instrumentos que las escuelas habían descartado (y se habían vuelto muy quisquillosas al respecto) a precios muy convenientes. Yo había llevado mi trombón a su taller un par de veces y me había parecido muy considerado con los empobrecidos músicos aficionados a la vez que un lutier prolijo. Amaba su trabajo —lo había aprendido desde pequeño, la mayor parte de su familia trabajaba en algo relacionado con instrumentos musicales— y los golpes que los instrumentos recibían por parte de los niños de la escuela lo entristecían profundamente, por muy bueno que esto fuera para su negocio.  

Nuestro hombre eligió un nuevo clarinete, pagó la primera cuota —yo había estado trabajando regularmente y tenía algo de efectivo guardado— y lo trajo de vuelta a nuestra cabaña. Fue duplicado y una semana después —no queríamos dar la impresión de frívolos sin remedio—, fue regresado y cambiado por una corneta. Mientras, nuestra nueva cabaña progresaba rápidamente. En pocos días habíamos terminado de nivelar el sitio sacándole una profundidad de unos dos pies y llenamos el hoyo con piedras, operación muy simple si sabes duplicar. Luego, uno de nosotros fue a la ferretería y compró uno de cada uno de los materiales que necesitábamos: una pequeña bolsa de cemento, un tablón de 2x6y uno de 2×4, distintos tipos de pizarra, techos, aislamiento, clavos, una ventan, etcétera. No sé qué habrá pensado el vendedor de nuestra compra, pero definitivamente no podría haber sospechado que íbamos a construir una casa, así que no había peligro de chismes que revelaran nuestros planes, o al menos no por su parte. 

Todos sabíamos que mantenernos en estricto secreto era vital. Ahora que nos teníamos los unos a los otros no necesitábamos vida social, ni siquiera la poca que yo había hecho antes, y no queríamos a ningún entrometido dando vueltas y haciendo preguntas incómodas. Por lo que sabíamos, la magia aún era ilegal: solían quemar y colgar a las brujas en los viejos tiempos y la ley se mantiene en los libros hasta mucho tiempo después de dejar de ser ejercida. Nos veíamos exactamente iguales, pero siempre y cuando nos preocupáramos de salir solos, nadie podría decir que había más de uno de nosotros. Mezclamos un tarro de cemento, lo vertimos en el hoyo que habíamos cavado y, en un rápido acto de duplicación, lo llenamos con un bloque sólido de concreto.  Una vez que estuvo seco, construimos los marcos de las paredes y los levantamos, tal como un granero. Sólo tuvimos que cortar un molde y lo duplicamos, pero aún así, inexpertos como éramos, poner el techo se nos hizo muy pesado.   

Una vez que pusimos las vigas, no tardamos en terminar el resto del trabajo. Era una especie de granero, con techo alto y buena acústica. Tenía muchas ventanas y una gran estufa a leña, de las mismas que ponían antes en las estaciones elevadas del metro, que compramos muy barata en una tienda de cosas usadas. Para la iluminación, teníamos un montón de lámparas de kerosene grandes y un par más pequeñas; estábamos muy lejos del cableado eléctrico y, de todas maneras, no teníamos idea de cómo duplicar electricidad.

En el interior, dejamos las paredes sin terminar y nos las arreglamos sin particiones. Había una mansarda en un extremo, donde pusimos nuestros colchones. En el centro de la habitación pusimos una gran mesa de madera con bancos a cada lado y, contra la pared, un mesón en el que una estufa de tres quemadores cocinaba, constantemente y a fuego lento, ollas de sopa, frijoles y café. También había platos llenos de embutidos, queso, pickles, chucrut, pan de molde, cerveza (importada de Alemania: ya que íbamos a comprar solo una botella, por qué no comprar la mejor) y una cajetilla cigarros buenos. Al otro lado de la habitación, en el extremo opuesto a nuestras camas, pusimos ocho sillas en semicírculo para practicar como banda.  

Devolvimos la corneta original y la cambiamos por un cuerno barítono, pero nuestro edificio ya estaba casi terminado, así que decidimos dejar de engañar al vendedor y empezar a pagar en efectivo por nuestros instrumentos. Nos sentíamos muy mal y él era tan buen tipo. Ya habíamos agotado toda nuestra reserva de dinero entre pagos anticipados de la tienda de música, materiales de construcción y comida, pero teníamos un roble en nuestra propiedad. Alto y recto, estaba libre de ramas al menos en sus primeros treinta pies.  Lo botamos y cortamos en troncos, los bajamos a la carretera con el jeep y luego los duplicamos sustancialmente, pila que vendimos a un aserradero por mucha más plata de la que hubiesen costado todos los instrumentos que queríamos (la desvalorización de los instrumentos musicales de segunda mano es casi igual a la de los autos). El hombre del aserradero tenía su propia arboleda y no le gustaba comprar a otras personas pero, cuando se enteró de que lo vendíamos a un precio absurdo, se decidió a comprar inmediatamente. Nosotros no pensábamos como comerciantes —si lo hubiésemos hecho podríamos haber ganado una fortuna en casi cualquier negocio de manufactura o venta—, y el precio que pedimos era una compensación más que adecuada por el trabajo relativamente insignificante que habíamos hecho. Por desgracia, en nuestro entusiasmo, dejamos que se llevara hasta el último tronco, así que nunca más podríamos duplicar madera ante eventualidad futura. La madera era nuestro único recurso natural y, aparte de ese árbol, todo lo que teníamos era un renoval que solo servía para hacer leña.  

Lo que queríamos era la misma intrumentación que tenían las bandas de marcha tradicionales de Nueva Orleans y solo nos faltaba una segunda corneta (estábamos decididos a tocar diferentes instrumentos, esta era nuestra única pretensión de individualidad). Ya teníamos un trombón, una corneta, el clarinete y el cuerno barítono, así que necesitábamos un alto, una tuba, un bajo y unos tamborcitos. El alto costó solo dos dólares. El vendedor de instrumentos tenía uno viejo cuyo arreglo, decía, costaría al menos veinte dólares más, pues tenía unas abolladuras, pero estuvo dispuesto a vendérnoslo al precio al que se lo vendieron a él porque es un instrumento que se compra poco. A nosotros no nos importaban las abolladuras y estábamos satisfechos con el cuerno, que estaba en buen estado. La tuba Si-bemol nos costó veinte dólares y, más la batería y sus baquetas, pagamos en total treinta.

Nos tomó un tiempo que la banda cuajara, pero lo disfrutamos desde el principio. Aunque la corneta y el clarinete tenían una ligera ventaja sobre el resto de nosotros, tuvieron algunos problemas para seguir a los nuevos instrumentos. Los tres fiscornos eran como trombones, por lo que ya teníamos una buena embocadura y podíamos tocarlos fluidamente. El cornetista se puso en forma en un par de semanas y esto significó un gran avance para toda la banda. El clarinete, en cambio, tomó más tiempo. Era un instrumento completamente distinto a los demás bronces. Le tomó más o menos un mes seguirnos el ritmo, pero siguió eludiendo el solo de High Society durante casi un año.  En cuanto a los bateristas, ellos lo tenían más difícil, ya que mi sentido del ritmo es el lado más débil de mi capacidad musical, pero perseveraron y con el tiempo llegaron a tocar bastante bien, al menos para nuestros poco exigentes estándares. 

Estoy seguro de que nuestro ensamble debe haber sonado terrible para un experto, incluso en nuestro mejor momento, pero existe ciera emoción al tocar en grupo, incluso en uno compuesto por duplicados, y solo tocábamos para nosotros mismos. Teníamos los mismos gustos y el mismo entusiasmo, así que nuestras deficiencias técnicas no fueron molestia. Además, había un suministro ilimitado de cerveza que nos mantenía alejados de la autocrítica. 

Para los estándares convencionales, nuestra vida era un desastre. Comíamos cuando teníamos hambre y bebíamos cuando teníamos sed, dormíamos cuando teníamos que hacerlo y pasábamos el resto del tiempo tocando, remoloneando, leyendo o conversando. Ni siquiera nos molestábamos en lavar los platos, teníamos un juego de loza y guardamos un ejemplar de cada pieza, las que íbamos duplicando según la necesidad. Tirábamos los platos sucios a la basura, basura que pronto alcanzó proporciones monumentales, y resolvimos de la misma manera el problema de la lavandería.  A veces, cuando uno de nosotros volvía de ir a tirar nuestra basura, hablábamos de desarrollar algún conjuro que hiciese desaparecer cosas, pero nunca lo hicimos, ni siquiera nos molestamos. 

En casi todos los aspectos, era una vida completamente satisfactoria. La comida era buena, mejor de lo que había sido nunca. Gracias a la cocción constante, a sopa y los porotos adquirían un sabor increíble y el café uno asqueroso (en general, éramos demasiado flojos como para cambiar la cafetera), pero no tomábamos mucho café y la cerveza era excelente. Lo único que nos faltaba era sexo. A veces broméabamos con buscar a la chica más linda del mundo y duplicar una para cada uno, pero solo era un chiste.  Nos preocupaba demasiado que algún extranjero entrara en nuestro pequeño mundo y, de todas maneras, pensábamos que la presencia de mujeres hubiese quitado más de lo que hubiese agregado. Con los años me había acostumbrado a la abstinencia, así que no creo que hayamos sufrido muy intensamente. En cuanto a nuestra música, no teníamos ninguna ambición en particular. Periódicamente discutíamos la posibilidad de salir de gira si un día nos volvíamos lo suficientemente buenos, pero para eso faltaba mucho y no era importante. Estábamos pasándolo bien tocando para nosotros mismos y no necesitábamos audiencia. 

Teníamos pocas oportunidades de salir de casa. Cada uno de nosotros trabajaba un día a la semana para mantener nuestra reserva de dinero en efectivo y poder comprar comida perecible, que no valía la pena duplicar, y pagar las contribuciones del terreno o reparar el jeep. Ninguno de esos gastos era pesado, los cobradores de impuestos no se habían aparecido desde que había terminado la primera cabaña y el día que vinieron, al principio de la primavera, todo fue bien: el camino parecía un río y me dieron una valoración muy baja. La nueva construcción estaba lo suficientemente escondida por árboles y arbustos como para ser visible desde el camino, así que nunca supieron que estaba ahí. Gracias a la duplicación —juiciosa— de repuestos, neumáticos y bencina, nos las arreglamos para mantener al mínimo los gastos de funcionamiento del jeep. En varios viajes a talleres locales, tuvimos éxito duplicando una impresionante colección de herramientas cuando el mecánico no estaba mirando, y un par de nosotros se hizo bastante bueno utilizándolas. Una que otra vez se rompió algo grande y tuvimos que recurrir a la ayuda de un experto, pero en general no lo usábamos mucho y se mantenía en tan buenas condiciones como estaba cuando lo compré.

La necesidad de ir a trabajar empezó a molestarnos después de un tiempo, pero esto fue solucionado, finalmente, por nuestro cornetista. Cuando le tocó el turno de buscar trabajo, en vez de dar una vuelta buscando un empleador, como solíamos hacer, condujo hasta Nueva York y vendió duplicados de su corneta —que era, con mucho, el mejor instrumento que poseíamos— a lo largo de toda la Tercera Avenida. Volvió al día siguiente con los bolsillos llenos. Al ritmo en que gastábamos, era dinero suficiente para cubrir todas nuestras necesidades durante varios años. Y, cuando se hubiese acabado, siempre podríamos repetir la operación. 

No porque hubiese tenido éxito con un solo conjuro voy a creerme un experto en magia, pero sé que el resultado que uno consigue al duplicar no es más preciso que el de ninguna otra forma de reproducción. Cada vez que duplicábamos algo el duplicado parecía ser exacto al original, aunque era probable que existieran diferencias sutiles que no podíamos notar incluso en los objetos más simples. Sin embargo, cuando se trataba de organismos de alta complejidad, como nosotros, las diferencias eran evidentes. 

En apariencia éramos idénticos, tanto como para engañar a cualquiera. Eran nuestras personalidades las que mostraban marcadas diferencias. El cornetista y el clarinetista eran, por lejos, los mejores músicos (deben haber adquiridido la mayor parte de mi racha mágica, pero ellos la vertieron en sus instrumentos y mantuvieron a la banda andando). Creo que yo mantuve mi temperamento científico y claramente el baterista recibió la mayor dosis de lo que sea que me haya mantenido tanto tiempo en el movimiento radical: parecía un retroceso a mi fase revolucionaria más ardorosa. 

Durante un tiempo, estas diferencias sirvieron para hacer nuestra vida más interesante: nuestras reacciones estaban lejos de ser uniformes y esto hacía más animadas nuestras conversaciones. Pero lentamente el baterista comenzó a volverse cada vez más en contra de nosotros.  Al principio pensamos que quizás le estaba costando mucho tocar la batería y varios de nosotros nos ofrecimos a cambiarle de instrumento, pero no era eso lo que quería en absoluto. Había agriado toda nuestra manera de vivir y esto creó una tensión insoportable.  

Ya casi nunca tocaba con nosotros y uno de nuestros vientos tuvo que tomar su lugar mientras él se sentaba melancólicamente a leer libros sobre la guerra de guerrillas o salía y practicaba con un viejo rifle que sacó de no sé dónde. Cuando los demás no estábamos tocando, invariablemente comenzaba una discusión sobre la locura que era desperdiciar así nuestro invaluable don. Intentamos bromear con él diciendo que no estábamos dañando ni explotando a nadie y que, probablemente, si lo ofrecíamos, el mundo haría un desastre con el don, pero esto lo enrabiaba aún más. “Son una pésima pandilla de renegados”, gritaba. “Burgueses decadentes, podrían estar afuera, salvando el mundo, y en vez de eso están aquí, tocando mientras todo arde”. La única forma de hacerlo callar era tomar nuestros instrumentos y ahogar su voz. 

No sorprendió ni decepcionó a nadie cuando se fue una mañana temprano, antes de que nos despertáramos. Al principio no estábamos completamente seguros de que se hubiese ido porque el jeep seguía ahí, pero luego uno de nosotros recordó haber sido despertado brevemente por el sonido de un motor encendiéndose y supusimos que lo había duplicado. Ninguno de nosotros había sido tan ambicioso, pero seguro le había resultado. Esperamos un par de días para asegurarnos de que no volvería y luego nuestro caja se duplicó a sí mismo y la banda volvió a estar completa. El nuevo baterista era bueno y todos pensamos que era un alivio librarnos del anterior, que se había convertido en un imbécil.

Nunca escribió, pero tuvimos un par de noticias sobre sus actividades: un día, nuestro tuba estaba de brazos cruzados mirando los titulares de un diario de Nueva York en el almacén del pueblo (no leíamos el diario con asiduidad, pero de vez en cuando uno de nosotros quería saber las novedades) y encontró un artículo sobre alguien que había sido arrestado por pregonar sus ideas en la calle, sin permiso, y por regalar mercadería sin licencia de vendedor ambulante. 

Solo podía ser nuestro ex baterista: ¿Quién más combinaría esas dos actividades? Debe haber estado distribuyendo un anticipo de la abundancia que ya vendría. Lo que nos sorprendió fue que fuese tan ingenuo como para pensar que la policía lo vería y lo dejaría ir. Por supuesto, no había dado su verdadero nombre, pero el nombre que mencionaban en el diario era el pseudónimo que yo había usado en mis días de radical. 

El artículo no decía que tipo de sentencia recibió y aunque estuvimos pendientes de los periódicos durante algunos días, no pudimos encontrar ninguna otra mención al incidente. Pero un mes después, más o menor, el vendedor de armas local, con quien había logrado cierta intimidad cuando recién llegué al campo, interceptó a nuestro clarinetista en el pueblo y lo increpó con fingida indignación. “¿Qué eres, un cliente o un imbécil?” gritó. “Entras corriendo a la tienda pidiendo que te muestre mis productos más raros y en el minuto en el que me doy vuelta ya te has ido, como un pavo en el maíz. Traduciendo la jerga de nuestro amigo, esto significaba que de seguro nuestro batero había regresado, se había duplicado un suministro de armas cuando el vendedor estaba fuera de la habitación y había partido con destino desconocido.  No nos gustaban para nada las implicaciones que tendría, pero hicimos nuestro mejor esfuerzo por no pensar en eso. 

Después de esto no volvimos a mirar los diarios y casi hasta dejamos de salir. Supongo que teníamos miedo de lo que podría estar pasando y nos concentramos en nuestra música con desesperación, evitando cualquier mención a las  posibles actividades de nuestro antiguo colega. 

Luego, un día en el que estábamos en un receso entre sesiones de ensayo y nos disperamos por la habitación comiendo, bebiendo, turnándonos los instrumentos o solo descansando, escuchamos el sonido de un jeep acercándose por el camino.  El corneta se asomó por la ventana cautelosamente (nos habíamos puesto aún más aprensivos respecto a las visitas) y el resto de nosotros nos paramos detrás de él, cuidando mantenernos escondidos. 

El sonido del motor se acercó aún más y nuestro centinela gritó: “¿Pueden creerlo? El gordo se duplicó amiguitos y vienen para acá como una pandilla de gángsters”. Nos precipitamos hacia las ventanas y vimos el jeep subiendo a casa y detenerse. No era el duplicado de nuestro maltratado jeep —parecía un modelo de la armada bastante reciente—, pero los cuatro hombres en él eran definitivamente los dobles de nuestro ex baterista. Vestían ropa semi militar, con cascos de acero de algún modelo extranjero, y estaban armados. Cuando pudimos verlos más de cerca notamos que sus caras, aunque nos eran familiares a grandes rasgos, estaban considerablemente alteradas. Parecían deformes, de alguna manera más toscos. Apretaban sus labios en un gesto cruel y sus ojos tenían una expresión de maldad casi animal. 

A medida que bajaban del jeep y avanzaban a la casa, todos los que estaban amontonados detrás de la puerta se acercaron para darles la bienvenida con, creo, forzada jovialidad. Yo di un paso atrás: no me gustaban sus miradas y dudaba que su misión fuese amistosa. Efectivamente, tan pronto como el séptimo de nosotros estuvo fuera de casa, los cuatro abrieron fuego con una especie de pistola–máquina. A esa distancia no podían fallar, pero siguieron disparando a sus cuerpos por un largo rato. Me encogí en una esquina, pensando que iban a descubrirme y a dispararme también, pero en vez de eso entonaron en una extraña, áspera voz: “¡Así perecen los traidores a la revolución!” (y al unísono, ¡encima!), volvieron sobre sus talones, se subieron al jeep y se fueron inmediatamente. Fue entonces cuando pensé que no tenían cómo saber que habíamos duplicado un baterista sustituto y deben haber creído que nos habían exterminado. 

Pasé los dos días siguientes en estado de shock, cavando una fosa común y enterrando al resto de la banda sin ninguna ceremonia. Luego guardé un paquetito de provisiones y me fui. Quizás fue una tontería dejar el único lugar donde estaría a salvo de las represalias, pero no podía soportar seguir ahí y la idea de duplicarme otra banda y empezar todo de nuevo me asqueó. Dejé todo como estaba, incluso abandoné el jeep. No tuve ningún motivo en especial, solo seguía demasiado aturdido.  

Durante las primeras millas de mi caminata todo parecía estar igual que siempre, pero una vez que llegué al centro del pueblo descubrí que el ataque de violencia contra nosotros no había sido un caso aislado. La mayoría de las casas tenían marcas de balas, varias se habían desplomado y no había absolutamente ninguna persona alrededor. 

Seguí caminado por el pueblo devastado, encontrando, para mi asombro, destrozados autos del ejército de distintos modelos y numerosos cadáveres, tanto militares como civiles. Una buena parte de ellos parecían mis dobles y estaban vestidos más o menos como los cuatro que nos habían visitado, pero la mayoría parecían ser militares y residentes locales. Era evidente que en ese lugar se había librado una batalla de proporciones y parecía increíble no habernos dado cuenta, sin embargo, nuestra casa estaba muy aislada y, la mayoría de las veces, hacíamos tanto ruido que no podíamos oír nada más. 

Después de unos días de vagar sin rumbo, por fin encontré un pequeño grupo de harapientos sobrevivientes. Uno de ellos me vio y gritó “¡Ahí hay otro!” y todos corrieron, asustados. Pensé que las próximas personas que conociera podrían estar armadas, así que debía permanecer escondido por un tiempo, y me metí en una casa abandonada. En el sótano me encontré un montón de periódicos de los últimos meses y, para matar el tiempo, empecé a leerlos. En ellos encontré todo lo que necesitaba saber sobre la situación y confirmé mis peores miedos. Ya que soy probablemente la única persona en condiciones de leer entre líneas y explicar qué sucedió realmente, estoy escribiendo todo esto y planeo duplicarlo en millones de copias. Puede que ya sea demasiado tarde para salvar el país, pero si no, una comprensión exacta de la naturaleza del enemigo debería ser más útil que las salvajes conjeturas y especulaciones que encontré en la prensa. 

No me molestaré en reproducir la versión de la prensa de los eventos, cualquier persona que llegue a leer esto estará, sin duda, familiarizado con ella, pero aquí, tan pronto como pude, está la cuenta aproximada de mis acciones a la fecha: 

Parece que, después de su visita a la tienda de armas, viajó a Washington (fechas de acuerdo a mi recolección de diarios). Una vez ahí, debe haberse duplicado un par de veces y juntos se abrieron paso, armados con pistolas, en la galería para visitas de la Cámara de Representantes y el Senado. Allí se duplicaron rápidamente y procedieron a limpiar ambas cámaras. Supongo que el Servicio Secreto causó fuertes bajas, pero continuó doblando refuerzos hasta que se convirtió en el amo del capitolio.  Debe haber tenido todo un ejército para el momento en que se trasladó a la Casa Blanca y tomó posesión de ella. A juzgar por el manifiesto que publicó (“No más gobierno burgués: el nuevo régimen de la libertad y la abundancia está comenzando”), podría decir que su mente ya había empezado a deteriorarse como resultado de una duplicación excesiva. 

Durante la semana siguiente ocupó pacíficamente la ciudad de Washington e intentó establecer un sistema de distribución de emergencia. Esta fue su fase más benevolente, creo que cuando ofreció comida y ropa gratis a cualquiera que fuese a sus centros de distribución lo hizo de buena fe, no tenía necesidad de hacer trampa produciendo cantidades ilimitadas de mercadería. Sin embargo, la población de la ciudad no lo sabía y no es de extrañar que sospecharan de alguna trampa, así que se fueron de la ciudad en vez de aprovechar su generosidad. Esto, estoy seguro, lo enfureció, y ya que su mente estaba debilitada, terminó por enloquecerlo. 

Los congresistas que lograron escapar, junto a aquellos que no habían ido ese día, establecieron un gobierno provisional en Virginia y lanzaron al ejército en contra del usurpador. Al parecer, pensaban que se trataba de un ataque ruso y espero que no tomen represalias contra ellos con armas atómicas, como el periódico sugiere que pretendían hacer.  Este ataque contrarevolucionario, como él lo llama en su segundo manifiesto, lo pescó en un estado de ánimo sombrío; se duplicó en una vasta horda que parece hacerse llamar “Voluntarios del Pueblo por la Liberación Nacional” y se defendió con furia. 

A juzgar por los reportes periodísticos sobre las primeras batallas de la campaña, debe haber dependido completamente de la fuerza de los números para invadir la posición del ejército regular, y sus pérdidas fueron enormes. Luego, después de haber conseguido y, sin duda, duplicado, armas más pesadas, comenzó a luchar de manera más recatada, pero el prodigioso número de duplicaciones que llevó a cabo las primeras semanas de combate deben haber reducido sus fuerzas, dejando a los autómatas brutales que acabaron con mis compañeros y que parecen avanzar a pie firme a lo largo de la costa este. No sé dónde estarán ahora, el último periódico en mi colección tiene varios días. 

Este ejército haría que hasta los antiguos mongoles se avergonzaran. No sólo es capaz de avanzar sin ningún tipo de servicio de suminstro (cada hombre puede llevar su comida y municiones y duplicarlas si es necesario), sino que también puede duplicarse a sí mismo mientras uno de ellos siga vivo; y luchan con un fanatismo ciego y salvaje que ya hace mucho ha perdido todo rastro del idealismo con el que comenzó.  

Después de leer algunos de los informes de esta masacre sin sentido, he estado tentado a duplicarme a mí mismo en otro ejército y salir a tratar de destruir a estos monstruos, pero una consideración me disuade: ¿Qué me resguarda de no terminar como ellos, si sigo su ejemplo?  ¿No eran estos demonios, y no hace tanto tiempo, yo mismo?  


φ Imagen: Agnes Pelton