Posted on: Octubre 24, 2020 Posted by: odradek Comments: 0
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Gente a la que quiero y respeto suele indicarme, a veces como burla o chiste, una cierta persistencia personal en lo que llaman el trauma de la dictadura. No me ofende ni me rebela. Nada puede definir mejor la dictadura que la idea de trauma, el momento del quiebre violento, de la separación de la vida colectiva y personal en un antes y un después. He construido mi vida y mi escritura en la tarea de procesar ese trauma. Mejor o peor, errando y encontrando algunas luces.

Asumirlo es, creo, un acto de honestidad intelectual y, sobre todo, honestidad emocional para con mi hija y su generación, de los pocos legados que considero necesarios, y que hoy además me parece urgente.

Peor es pensar que no hay trauma, que no existió o que, finalmente, se le superó airosamente. Algo así como la convicción de nuestra propia pureza. Me inquieta, sobre todo, cómo hemos procesado y transmitido la experiencia del autoritarismo.

La proximidad necesaria y deseable con los hijos, que sigue a la caída de esa figura odiosa del padre-ley, no nos exime de la responsabilidad de la filiación, como un cauce de transmisión de experiencias acumulativas que evitan el error recurrente, la tragedia.

La identificación confusional promueve la anulación de esa premisa simbólica propia de los vínculos transgeneracionales.

¿Cómo opera entonces el trauma de la dictadura, su herencia, en los más jóvenes?

La asimilación rápida de las malas prácticas de este gobierno con la dictadura, por ejemplo, evidencia, a mi juicio, una falla en ese proceso de transmisión. Algo habremos explicado mal si alguien cree que esto que vivimos ahora, con todas sus deficiencias y miserias, se puede equipar seriamente con la dictadura.

Pese a todas las dificultades, mi hija entró este año a estudiar teatro. Uno de sus ramos es Teatro antiguo y, como una manera de acercarme a ella –y por mero gusto también-, he vuelto a leer a Sófocles. Lo primero que se me hizo manifiesto fue que sobre el asunto generacional pende siempre la tragedia. Y que obviar la disputa bajo el manto de la horizontalidad es quizás la primera trasgresión, el pecado de la oscuridad.

¿Oculta esa omisión el miedo no confeso ante el misterio de los hijos? ¿La posibilidad viva del juicio que nos inhabilite, que nos saque de circulación para siempre?

Liberar al pueblo de las plagas, recibir por ello el beneplácito y la admiración de los más jóvenes, sin saber que la causa misma del mal habita en uno, es la base de Edipo Rey. Es el enigma y la paradoja de ser culpables siendo completamente inocentes.

La culpabilidad radica en buscar las causas del mal solo mirando hacia afuera, en los otros, en el mundo que nos rodea, dando por sentada nuestra pureza. La soberbia que nos impide ver quiénes somos realmente. La tragedia es que, llegado el momento, descubriremos (o alguien descubrirá por nosotros) que somos todo lo contrario de lo que dijimos ser. Esa revelación se vuelve terrible (“eres el criminal que infecta esta tierra”) porque fuimos incapaces de entenderlo a tiempo: el facho, el autoritario, el güiner, el oportunista, el cerdo capitalista está, sobre todo, dentro de uno.

Podemos avergonzarnos por eso, pero negarlo con imposturas exhibicionistas que proclaman una falsa pureza, solo conduce a la tragedia que, sobre todo, recaerá en el hijo/a, quien quedará condenado/a a la oscuridad, a la ceguera.

La vergüenza de la transición, de no haber sido ni más virtuosos, ni más astutos, ni más valientes, nos empuja hoy a la retórica de la guerra, esa fascinación voluptuosa que la derecha ha sabido imponer como prolongación o resabio de su hegemonía.

¿Cuánto nos disminuye frente a nuestros hijos reconocernos en el trauma de quien conoce las consecuencias de la intolerancia?

Evadir fue la acción de los estudiantes secundarios, jóvenes entre 16 y 20 años, que dio inicio a un proceso de cambios necesarios, largamente postergados. Pero para mi generación evadir tomó la forma del olvido y la negación, un mecanismo de defensa quizás, para no hablar de nuestros propios fracasos y evitar así ser juzgados drásticamente por esos jóvenes, nuestros hijos.

Asumir es lo contrario de evadir.
Asumir nuestra mediocridad, mostrarla con transparencia a nuestros hijos. Quizás nos entiendan y nos acepten, quizás ahí anida el legado posible.

La democracia es, en algún sentido, mediocre. Supone un camino largo, a veces aburrido, siempre trabajoso, un esfuerzo de persistencia y continuidad, incluso en la búsqueda de su propio perfeccionamiento.

La idea romántica de tomar el cielo por asalto no es democrática, porque la democracia no ofrece una redención final. El lenguaje salvífico le es ajeno, porque detrás de esos cuentos de hadas siempre se esconde el monstruo, el redentor de convicciones infranqueables y certezas absolutas, el mesías que nos dirá que Él tiene la solución y que nosotros debemos obedecer sin cuestionarlo.

Es un trauma, lo reconozco. Pero la democracia también vive de ese trauma, preserva el recuerdo de los fracasos anteriores precisamente para evitar caer de nuevo en ellos. Hay dignidad en eso. Y una épica que durante el mayor tiempo es discreta pero que en determinadas circunstancias adquiere un esplendor hermoso.

No estamos en guerra es el lenguaje propio de la democracia, un viral que, al parecer, nos interpela de distintas maneras siempre.

Y la democracia es también un ritual. Un ritual que, en ciertos momentos de la historia, se presenta como una forma de resistencia y persuasión.

El viejo ritual republicano del voto, un sueño sobre el cual mi padre y el padre de mi padre escribieron sus propias historias de exilios y violencia política. Quizás ha perdido encanto, épica, pero ahí está el trauma, mi trauma, para recordarme que la democracia no es una claudicación ni una condena.

Allá vamos.