Posted on: Septiembre 24, 2020 Posted by: odradek Comments: 0
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Agita y abre, eran las instrucciones de uso. Un caluroso día de marzo, Max Brillos Rosales, se encontraba solo, comiendo plástica gelatina verde centella en el patio de su casa. Hacían unos 40° y el sol que llegaba de manera brutal en la acera, hacía sudar la pegajosa frente de Max.

La noche anterior, Max había decidido que no quería ser más un niño vulgar y que desde ese momento se convertiría en un fenómeno, para trabajar en lo que durante ocho años había sido su gran sueño: ser parte de la Feria de Anomalías Humanas, y así poder compartir escenario con la Mujer Barbuda y El chico de doce dedos. Esa noche odió ser tan normal, y no tener nada peculiar, excéntrico y simpático que enseñarle al mundo. Su vida y él eran tan extrañamente aburridos, que la mayoría del tiempo se dedicaba a coleccionar pelusas, y hacer esculturas de juguetes rotos que su perro fox terrier Newton destruía.

A veces Max pensaba, que con todos los artículos de papelería estimulantes que sus padres le compraban…

Y hasta ahí llegué. Nunca más la terminé, obvio: tenía pura pena adolescente, escribía diarios con todas mis ganas de morir y ser inadaptada, olvidando por completo que esta pudo ser mi obra maestra y ahora estaría forrada. Tampoco tenía tanto tiempo para leer cosas extra y menos escribir. Para ese entonces ya me había vuelto una experta adolescente ladrona de libros, los libros no tenían alarma, pues ¿quién roba libros? Aparte de los escritores o los personajes con ropas de vagabundo de Roberto Bolaño, la gente normal roba otras cosas, ropa, maquillaje. Pero yo aprendí que los libros no tenían alarmas. El primer libro que me robé fue Putas asesinas, libro morado de Anagrama, estaba nerviosa, pero nadie me pescaba, caminé por los estantes llenos, seguí mirando tranquilamente, pregunté a un vendedor por un libro de Freud y caminó hacia clásicos de la psicología; me lo mostró y costaba 12 lucas, puse cara de uff vengo en dos semanas, me paseé como cinco minutos y salí, con mi mochila llena de chapitas brit pop, con una bolsa de plástico con carpetas, papeles y mi nuevo libro, después de eso me puse adicta me robaba un libro todas las semanas y una vez en época de Navidad saqué El almuerzo al desnudo, Rayuela, y la Historia del ojo rosado so hermoso de la colección de la sonrisa vertical, mis papás no sabían de dónde sacaba tantos libros, pero nunca me preguntaron mucho por qué yo decía que eran de la biblioteca y a veces de verdad juntaba plata y me compraba algunos. Quería irme de la casa de mis papás y ser escritora. Tenía un pololo fake que estaba terminando periodismo en la universidad. Era medio cuico y lo saqué de internet; le gustaba mucho Fuguet, así que nunca enganché mucho con él, pero igual leí Mala onda y… ni una onda, po.

 

La noche anterior, Max había decidido que no quería ser más un niño vulgar y que desde ese momento se convertiría en un fenómeno, para trabajar en lo que durante ocho años había sido su gran sueño: ser parte de la Feria de Anomalías Humanas, y así poder compartir escenario con la Mujer Barbuda y El chico de doce dedos.

—No tengo nada que ver con Fuguet —le decía a mi pololo—, yo no nací con pasaporte incluido. Igual me caía bien porque follábamos caleta, naturalmente. Si yo tenía como dieciséis y era más caliente que la cresta. Me regaló casi todos los de Bukowski y culiabamos en todas partes; creo que una vez tuvimos un sexy encuentro en un cine.

Me caía bien. Me regaló libros, me copió películas: lo pasábamos la raja. Nos mandábamos mails porno, así que escribía todo el tiempo. Hubiésemos sido felices si no fuera porque le gustaba Deftones. Yo era super agrandada y no tenía amigos de mi edad: me aburrían, los encontraba tontos, así que siempre me junté con gente ocho años más grande, que tenía otras preocupaciones más que estudiar para la PSU, porque a mí realmente me importaba nada. Solo quería conocer gente que me pudiera dar un trabajo para irme de la casa.

Uno de esos hueones me prestó un bajo, así que tomé unas clases con un loco que trabajaba en la SCD. Él me ofreció trabajo vendiendo discos, era con boleta de honorarios y yo nunca había iniciado actividades, ni podía hacerlo por ser menor de edad. Como el problema era grande, la solución tenía que serlo también. Me arriesgué: al final el loco empezó a tirar las boletas y me daba mi plata. Trabajaba dos o tres veces a la semana y ganaba como veinte lucas al día. Empecé a guardar plata y un año después conseguí un arriendo de una pieza a sesenta mil pesos en una casa en la Villa Frei. La venta de discos me sacó de mi casa, pero como dice la canción, nada es para siempre.