Posted on: Septiembre 23, 2020 Posted by: odradek Comments: 0
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Vivo con una extraña sensación de continuidad. Ignoro si esta continuidad es la parte real o la parte ficticia de mi relación con el mundo. Me da lo mismo que las cosas se acaben o se proyecten o se prolonguen. Me habla la misma voz que comenzó a hablarme en el medio de un patio deslavado una tarde remota. Esa voz era como la serpiente del Paraíso, que se aproxima para instalar el mal amablemente, en un susurro.

La voz me dijo esa tarde: soy tu voz, ahí estás tú, mírate.

Vivo con la sensación de que la voz no ha dejado nunca de transmitir, de apostrofar cada fracción de segundo de estos largos rápidos años que se han ido. No la he apagado con alcohol, meditación trascendental, poemas dramáticos, preocupaciones ni ocupaciones. El cigarro la modalizaba, la pausaba, introduciendo tramos de silencio en su flujo, silencio de humo. Pero he debido abandonar el cigarro por prescripción e insistencia médica, y a instancias de la voz. El anochecer me viene pillando inadvertido desde hace tanto tiempo.

Por lo tanto nada se ha acabado jamás. Podré decir “aquí hay un final” el día en que ingrese otra vez en la inexistencia de la que provengo y no haya terminales nerviosos activos ni soporte cerebral para sostener la existencia de la voz en cuestión. Por lo tanto no podré decir nada. Dejo el encargo, a quienes por ahí anden, de inferir esa frase final. Si no lo hacen tampoco tiene la menor importancia.

Es posible que la certeza de la continuidad sea una ficción entre tantas. Lo digo porque el niño de cuatro años que pensaba con la voz con la que pienso, ese niño no está en ninguna parte, no existe y en algún momento indeterminado llegó a término, se transformó en otra cosa como un insecto que va dejando en el camino la carcacha de una piel ya inservible, crocante y traslúcida.

La huella está en las fotos. Sólo en las cajas de fotos, en los álbumes atesorados en los departamentos de las parientas solas, sólo en las imágenes de los viejos cumpleaños que alguien cercano pone en facebook, sólo ahí hay un desmentido a la ficción de la continuidad. La voz me dice: ése niño eres tú, mira sus ojos, recuerda sus malos sentimientos, sus ensueños de venganza, escucha cómo canta, siente su miedo, eres tú, ese niño eres tú y no existe.

Las viejas fotos son tan profundas: años cincuenta, sesenta, la circunspección general de la vida, los lustrosos jopos, las miradas ridículamente desafiantes de los muchachones enfiestados, el brillo de los cromos, de las guardas de bronce a la entrada de un edificio del centro. Hay que ir a las fotos para discontinuar la experiencia y activar la memoria, que está dormida o adormecida como el caballo Kundalini. El chakra de la memoria.

Entonces: no existe ese niño ni tampoco las verjas de madera ni las tapias del fondo ni los columpios, ni los tesoros enterrados ni las liebres ni la nieve barrida en las cunetas de La Reina. La luz de los amaneceres, de sueño en sueño se ha ido agostando hasta lo irreconocible. Han cambiado el curso de las calles, la coordenadas, los nombres de la gente, los carachos.

Hablan demasiado. Escuchan demasiado. Se pueden pasar tres días seguidos con la televisión prendida. Tres días con sus noches, sintonizada la tele en el canal que repite las noticias: una y otra vez ese paneo por la entrada de la Quinta Normal, esa vieja que ríe, ese globo que se lleva el viento, ese vendedor de sopaipillas que saluda, ese vereda que se trizó, ese funcionario con casco y cotona que acerca un instrumento a la grieta.

Siempre el mundo ha sido extraño, se mueve en relación a los desplazamientos del observador con la equidistancia de una sombra.

El bochinche nos impide asistir en plenitud de conciencia al final de las cosas. El cine Santa Lucía, por ejemplo. Anunciaron un día en el diario que venía la demolición. Un ruido nos distrajo, un cotorreo político amplificado periodísticamente, cualquier cosa, un estruendo. Un mediodía pasamos por el frente y deteniendo la marcha por un momento oteamos hacia el cine y ya no había nada, o había un templo bautista o un Lápiz López. El diario había dicho: “El fin de una época”. Por supuesto: el fin de la época de la capacidad de asombro del cinemascope, el fin de esas confianzas, el final de Lo que el viento se llevó y los créditos de Las 24 horas de Le Mans mientras el poco público se orienta hacia las salidas.

Y sin embargo, el fin de qué. Maldito presente pegado a la cabeza con un imán.