
Alguien me lo contó por WA: -Ya llegó-
Yo hubiera preferido que me diga: -Ya llegaron- [los aliens, de una pinche vez].
Pensativo, me quedé viendo la pantalla del celular, ese rectángulo de luz que en lo sucesivo me devolvería la mirada más que mi propia gata.
Así estuve horas, en una especie de coma de ojos abiertos, con la respiración tendiendo a la apnea, hasta que me acordé del mis en scene de Autopsia a un extraterrestre. La habitación gris, el teléfono negro colgando de la pared, los cirujanos vestidos como si se dedicaran a una extraña forma de siderurgia.
La siguiente imagen en aquella bizarra sintaxis neuronal fue la niña Polstergeist, hipnotizada con la estática de la tele. La secuencia es un clásico ochentero: su cabellera lisa y áurea nos da la espalda, de fondo se escucha música infantil ominosa.
De repente ella gira la cabeza, nos mira con la ternura del diablo y nos dice: -Ya están aquí- .
Aquella mirada de ángel exterminador siempre me dio escalofríos.
Anoche dormí aferrado a la voz de Marlene Dietrich, que se oía como si estuviera atrapada dentro de una pequeña radio de bolsillo.
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Email a mi amigo Christoph, de camping con sus hijos en un parque en las afueras de Dusseldorf:
Nosotros aquí bajo encierro total. Aeropuertos, cafés, fronteras.
Toque-de-queda desde que oscurece, como en tiempos de dictadura.
Comparto reclusión con mi gata.
Intento leer lo más que puedo, que por lo general es casi nada.
Hago rutina de gimnasia en mi pequeño jardín mientras mis vecinos observan (me espían a través de un orificio en la pared).
No se por qué, pero la existencia de ese orificio me hace acordar a David
Caradine en Crimen y castigo.
Tal vez los vecinos no me espían, más bien esperan. En el momento menos sospechado, como cuando hago sentadillas húngaras o saludos al sol, develarán su intriga con diligencia: un crimen sigiloso que no les pesará en el alma.
Hace tiempo que no llueve.
Riego las plantas a la mañana y al atardecer.
Por las tardes limpio la casa con una obsesión que me da un poco de miedo.
Lo friego todo, frotando los objetos como si quisiera quemarme las manos.
Tengo llamadas de SKP con gente con la que nunca había hablado antes.
Me escribo con viejos amigos a quienes nunca volveré a ver.
Mi madre me deja largos audios con relatos de sobre mi abuela y sobre mi niñez, que también son los de su juventud.
A la noche veo películas y series estúpidas. En lo que dura un capítulo de Casa de papel me siento satisfecho con la vida.
En la atmósfera reina un silencio temeroso. Como en tiempos de dictadura.
Solo los perros se dejan oír.
A veces pienso que los perros del barrio me ladran específicamente a mí, como si tuvieran el mandato de hostigarme.
Antes de quedarme dormido, tengo la impresión de que en la calle, en el afuera prohibido, hay algo que se nos está escapando de las manos.
Alejándose con la ligereza de un fantasma.
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Los círculos de WA regurgitan mensajes de fin del mundo: que los tapabocas no alcanzan, que las fábricas de alcohol en gel están colapsadas, que en Estados Unidos la gente forma filas para comprar armas porque no hay suficiente papel higiénico.
La que se lleva el premio a la mejor neurosis es la teoría de la ejecución a
quemarropa por termómetro. No se sabe si es debido al rayo rojo sobre la sien o a la violencia implícita en su forma de pistola, pero aseguran que a la larga aquello mata.
Yo, cada vez que formo fila para entrar al supermercado, no puedo evitar pensar en las calles de Saigón desangrándose en blanco y negro.
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Las fechas se van convirtiendo en referencias vaporosas, cifras difusas en una cronología arcaica.
El tiempo es un plano secuencia de rutinas fútiles.
Apenas amanece, salgo a tomar mate en la vereda mientras hago inventario de pájaros. Las calles vacías. Me entretiene imaginar que alguien me está filmando. A veces me quedo inmóvil por largo tiempo, tan solo para joder al camarógrafo.
Para cuando el agua del mate está fría, es hora de filmar obsesivamente las
excitadas sombras de los arboles, que durante un lapso inverosímil escriben la voz del viento en el sofá de la sala.
En las siestas de resolana fuerte, tomo baños de sol con mi gata.
Por la tarde riego las plantas en pijama, medias de lana y pantuflas de invierno.
Suelo escuchar música country, aunque a veces pongo Tom Waits y pienso en amantes con patas de madera o en la posibilidad de morir por causa de un tumor.
A la noche, los perros son una intermitencia cada vez más acentuada.
Este tipo de cosas comparto en mi efímera historia de IG.
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Han pasado semanas líquidas. El encierro en condiciones de libertad puede
causar brotes paranoicos, torpeza empática, o soñar con la falta de oxígeno.
Me inquieta pensar en el eterno retorno y en las características del círculo,
como en aquella película con Bill Murray y la marmota, pero sobre todo, me obsesiona el recuerdo de la novela de Simak: en un futuro lejano los perros heredan la Tierra luego de que los humanos fueran forzados a abandonarla.
Hoy llegó un mensaje de IG que me hizo reparar en la fecha, aunque me da
igual, me siento incapaz de medir distancias. Afuera, en ese espacio vedado que se me hace extraterrestre, han puesto a prueba la capacidad de montar una distopía global por redes sociales. Países clausurados, cientos de miles de contagiados; no pueden ya con tantos muertos. Tal vez tengamos que abandonar la Tierra en ataúdes y dejársela a los perros.
En la novela de Simak, pasan siglos líquidos hasta que una noche, frente al
fogón, un robot revela a los perros que los humanos no eran seres míticos como se pensaba, sino que habían existido hace mucho tiempo.
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Anoche los perros del barrio eran jauría, me torturaban, me imponían una
abominable duermevela…
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Las teleconferencias ZM se han puesto de moda, todo el mundo hace lives en IG y FB.
En los noventa pasamos de dos canales de tele a sesenta de cable. Hoy son
millones de caras en una pantallita que te cuentan, te hablan, discuten, piensan en voz alta, se ríen, te muestran el interior de sus casas.
Alguien me pide que participe de una charla grupal llamada Pensando en la pandemia.
Hay varios disertantes, pero tengo la charla en mute. Ni idea de qué hablan.
Sus expresiones, a veces ralentizadas por los vaivenes del WIFI, me hacen pensar en un encuentro de robots, en androides que debaten sobre la existencia de la humanidad.
Cuando me llega el turno, suelto un indecoroso despilfarro de oxígeno:
La ansiedad rige las horas. La incertidumbre, los días.
Somos bichos domesticados en la cultura de lo inmediato: consumir objetos y sensaciones compulsivamente es nuestra manera de estar en el presente.
En esta sociedad polimorfa y superlativamente hiperconectada, todo debe ocurrir en el ahora mismo, una noción del espacio-tiempo inventada por el mercado que no implica que seamos conscientes de estar en el momento, como los que hacen meditación, yoga o introspección psicotrópica, si no que se trata de un imperativo de consumo inmediato: “queremos el mundo y lo queremos ahora”. Se trata de un ahora que, digamos, está aquí, en este momento, pero que al mismo tiempo es horizonte: en el ahora mismo el presente significa imaginar constantemente lo que haré mañana o el próximo año o el resto de mi vida. Y aunque somos consientes de que no tenemos la más pálida idea sobre el futuro, igual nos movemos como el cuerpo de un zombi: mecánicamente proyectados hacia adelante.
Paradójicamente, es esta obstinación de imaginar el futuro la que nos salva de lidiar con el estricto ahora.
Pero la pandemia ha descalzado ligeramente ese cómodo arreglo de la
percepción: nos obliga a hacernos cargo de un riguroso presente, nos fuerza a ser conscientes cada minuto, nos intima a encontrar la manera de ocupar el ahora mismo sin posibilidad de proyectarlo hacia adelante, porque hacia adelante, al menos de momento, parece no haber nada.
Salgo de la charla abruptamente, pero me quedo mirando la pantalla de la computadora.
Imagino un futuro sin seres humanos, sin perros, sin robots.
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Es de tarde, pero podría ser madrugada. En el barrio se oye casi nada. Ni siquiera a los perros.
Leo un tuit: “Paul B. Preciado dice que la nueva frontera es la mascarilla”.
Pienso en el rostro de mi madre hace 25 años, con el barbijo puesto, entrando a la unidad de terapia intensiva para verme postrado en la frontera de la muerte. Fue un mes de encierro, confinamiento de telas blancas y perfumes de formol. Tiempo líquido también, pero goteando como suero, como grifo de baño, implacables segunderos de mi insomnio.
Aquello fue diferente, la reclusión de hoy se siente como si estuviésemos
flotando en puro presente, y sabemos que una exposición prolongada al estricto ahora puede causar asfixia.
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Los días son un almíbar de fechas que podrían no haber ocurrido pero que terminan pegoteándose desordenadamente en la memoria de todo.
WA con un amigo fotógrafo:
No está mal ser cínico.
Nuestro cinismo es a lo sumo aburrimiento, y el aburrimiento no necesita
justificaciones.
En realidad, todos somos cínicos porque flotamos en un mundo que se
esfuma cada vez que caduca una historia de IG.
Es el pecado original del más reciente post capitalismo.
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Sigo regando en las mañanas, sólo que ahora hablo con las plantas.
Les cuento sobre el informe oficial de contagiados, sobre el conteo de muertos.
Les confieso que muero por saber si mis vecinos me espían y cómo planean matarme.
Les relato la novela de Simak, pero les digo que las que se quedaron con la Tierra fueron las plantas no los perros. Me quejo de los tomates cherry podridos en la heladera, o les confieso que ando pensando en ver Twin Peaks por tercera vez. Cosas así.
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Intento buscar nuevos rincones en donde leer durante las mañanas, cuando la resolana pega de lleno sobre la casa y los árboles escriben con la tinta de sus sombras.
A veces me paso horas caminando como zombi en pijamas, arrastrando
pantuflas erráticamente, o me quedo parado en medio de la sala, mirando un cuadro, como si fuera la tele de Polstergeist.
Espabilo cuando alguien me escribe por IG, y entonces me digo a mí mismo: – Ya están aquí-.
El chat se desarrolla más o menos así: – ¿Cómo te sentís? – Yo: – Obligado a hurgar en el propio encierro y a desear, previsiblemente, el afuera vedado. Pero esto no me preocupa. En cambio, me inquieta que la ansiedad me haga oír el desgaste de los objetos, me haga sospechar que la sombra de las cosas es una forma de escritura cuya sintaxis podría revelar la historia secreta de la materia.
Por lo general, no recibo respuestas.
Creo que voy perdiendo amigos, o followers.
Me da escalofríos pensar en las chorradas que estoy escribiendo.
Esta noche me vestiré con mis mejores ropas de pandemia y en SPOT buscaré la canción más triste de Marlene Dietrich.
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Es hora de la primera siesta, la que viene justo luego del desayuno.
Antes he estado rociando con alcohol los billetes del cambio que el delivery de comida china me ha dejado anoche.
Mi amigo fotógrafo sube a redes sociales esta imagen maravillosa: en su
implacable y hermosa erección, un árbol le ha dado un mordisco fatal al cartel de “ESTACIONAMIENTO” que lo enfrentaba. Las primeras y últimas letras del cartel parecen correrse por la comisura de aquellas fauces que, abriéndose en el medio del tronco, parecen querer desgarrarlo en pedazos.
Yo pienso en la humanidad y sus perros, y también en las plantas, que en un gesto de inmensa poesía un día deciden comerse el mundo entero.
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En algún lugar leí que Rockefeller había dicho que, en toda crisis, las posesiones vuelven a sus legítimos propietarios. Pues esta es una crisis y el planeta debería ser propiedad de las plantas.
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No se bien qué hora es.
Me despierta un susurro casi ensordecedor.
Afuera un viento fortísimo lo agita todo. Desde mi ventana veo una palmera sacudiéndose de manera ominosamente ralentizada: extraña danza aletargada de plumas gigantes, prolegómeno de tormenta.
Medio dormido, pero también un tanto deprimido, subo a IG aquel movimiento fantasmal. Pronto alguien me pregunta que si se trata de un pulpo. Yo le respondo que si, que es un molusco histérico flotando en líquido amniótico, o peor, en almíbar, y que además recomiendo dormir con las ventanas abiertas.
Antes de volver a quedarme dormido, recibo comentarios desde el afuera, gente que me trata de irresponsable, porque las ventanas deberían estar siempre cerradas, por si acaso, por los mosquitos, por la pulmonía, por los zombies.
Según Wikipedia:
Gimnasia proviene del griego γυμναστική (gymnastiké), f.
de γυμναστικός (gymnastikós), “aficionado a ejercicios
atléticos”, de γυμνασία (gymnasía), “ejercicio” derivado
del γυμνός (gymnós), “desnudo”, porque los atletas
entrenaban y competían desnudos.
Mi abuela materna me había contado en algún momento de mi infancia que
cuando ella y sus hermanas eran muy pequeñas, tenían un instructor de gimnasia alemán, y que todas las mañanas, haga frío o calor, salían al jardín a ejercitar aquellos movimientos que los griegos nos han legado.
Sin embargo, el mentado oráculo digital también refiere que los romanos le habían dado un giro más violento a tales hábitos, y que a veces se lanzaban al Tiber luego de sus feroces ejercicios.
Están locos estos romanos.
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Yo también hago gimnasia.
Nada muy complejo. Salgo a mi pequeño jardín a sudar un un poco, dejar que los pulmones asomen por la boca, como estirados por una lengua que añora trámites más húmedos.
El otro día, acabé aquella leve agitación de rutina y me desnudé.
Eché una mirada hacia el orificio en la pared y asumí que alguno de mis vecinos espiaba. A mi gata no la veía desde hace algunas horas.
Pensando en el Discóbolo griego, me paré como musa de estatua y busqué mi reflejo en la ventana que da al jardín. Noté que mi cuerpo ha perdido mucho peso. Tuve la extrañísima sensación de no reflejarme del todo. Entrecerré los ojos para afilar la vista y comprobé con horror que hay partes mías que se están desvaneciendo.
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Veo en mi muro de FB una foto de Angela Merkel.
La mutter de todos los alemanes acusa a los ricos de Latinoamérica de no
querer pagar impuestos.
Estoy de acuerdo con la Merkel- comento en el post y de súbito me acuerdo
del instructor de gimnasia de mi abuela.
Alguien me responde: -Zurdo de mierda-.
Yo miro mi reflejo en la ventana y apenas me veo.
Tal vez tenga razón, puede que me esté convirtiendo en un fantasma que
recorre su propio encierro escribiendo efímeros manifiestos en IG.
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Encontré un nuevo lugar dónde instalarme para leer durante la mañana.
Justo al lado de la ventana, en la habitación vacía del segundo piso.
El sol de otoño pega allí desde temprano.
Descubrí que leer con un poco de sol en la cara, sin nada en el estómago, tiene efectos psicotrópicos.
Cuentos de Mishima, un poco de radiación solar, y termino viajando como
Chihiro con ketamina.
Sentado frente a la ventana, veo un texto titilante que sobre la cama escriben mi sombra y la de los árboles.
Miro de reojo y veo la serpenteante silueta de mi cabeza con lentes.
Imagino que soy un hombre que padece de una ceguera muy particular: solo puedo ver las sombras de las cosas.
En ese mundo de sombras, la mía y la de los árboles dibujan sobre el edredón de la cama el discurrir de un río: una corriente de claroscuros que nunca volverá, porque mi sombra y la de los árboles se borran cada día.
Como una historia de IG.
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Lo recuerdo más o menos así.
Dos días de tormenta casi habían sepultado a Boston bajo una frazada de nieve impoluta. Yo salí aquella mañana hace veinte años y me compré una cámara digital, en aquel entonces un exotismo que mi padre consideraría capricho inexcusable.
La primera foto que saqué fue la sombra de mi padre sobre el asfalto.
La segunda fue un perro de aspecto extraño haciendo pis en un parque.
Por causa del frío, el vapor del pis resalta como el puntillo interesante de la foto. Barthes diría que “el azar que en ella me despunta” no es el perro.
En ese momento jamás hubiera pensado que, en su novela, Simak los pondría a cargo de la Tierra, una novela que olvidaría por completo durante años y la volvería a recordar una tarde de estricto encierro, cuando la ciudad empezaba a delirar puertas adentro y en IG la historia de la civilización se rescribía en millones de versiones cada 24 horas.
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Hace días dejé de leer noticias.
Hoy, revisando mi feed de TWT, encuentro un malón de indignados.
Con el estado. Con dios y con la patria.
Yo también estoy indignado.
Con humanos, perros y robots.
Con el propio Simak, que sospechosamente olvidó a las plantas.
Ojalá los árboles pudiesen ladrar y morder.
Nos hubieran desgarrado en pedazos hace tiempo.
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Recuerdos del futuro, un texto sobre ufología que considero una verdadera joya, duerme el sueño de los libros olvidados en algún lugar de mi biblioteca.
Hubiese sido una lectura apropiada para aquella tarde fría en la que el mundo continuaba desapareciendo con cada historia de IG.
Pero ya nadie prestaba atención.
No, no leía yo la escritura automática del viejo von Däniken sino que, como es común entre los idiotas, estaba ocupado leyendo un anuncio de FB que me señalaba un recuerdo.
Hace cinco años, bajaba las escaleras de un edificio en Almagro –dónde la adorable esquizofrenia de Madrid muta en una de sus tantas facetas– cuando a través de una ventana abierta vi, claramente, el futuro.
En el edificio de enfrente, otra ventana abierta encuadraba la siguiente imagen:
Una habitación en penumbras y una cama.
Al borde de la cama, sentado de espaldas, un hombre viejo con la piel
blanca. Blanca como nieve impoluta, como el recuerdo de una muerte.
Aquel hombre parecía mirar hipnóticamente -en un silencio que podría
ser de miedo o reverencia- un cuadro colgado en la pared.
El retrato de una mujer.
Aquella mujer llevaba cabellera canosa, ojos borrosos, risa demencial.
Ese rostro era de los que te devuelven una mirada demasiado viva.
De esas miradas que dan escalofríos y que solo se curan con la voz de
Marlene Dietrich.
En ese momento, bajando las escaleras, supe que aquel viejo era yo.
Blanco, desnudo, sin pantuflas de invierno, sin si quiera una gata que me
acompañe.
Escondido en aquel piso de Almagro, había fracasado en hacer realidad la
novela de Simak.
La mujer del cuadro era un robot de la cual me había enamorado.
Su risa era la confirmación de que mis plantas se habían secado para siempre.
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Hoy me he reconciliado con los perros.
φ Imagen de Teodoro Ferraro