Posted on: Agosto 13, 2020 Posted by: odradek Comments: 0
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Llaman a la puerta. 

Es un niño de unos siete años, de rizos rubios platinados; la boquita es un punto de fresa, las mejillas rubicundas. Un querubín. 

Va descalzo y en la mano izquierda lleva el enorme mango de una espada láser. Guarda la distancia social de dos metros. 

–Manda decir el señor Thomas Bernhard –dice el niño– que como no bajes la música techno que suena hace horas, accionará por control remoto la espada que llevo en mi manita de angelito renacentista y a continuación hará incrustar los haces de energía de plasma, que brotarán verticales, en el epicentro de tu puto culo de una forma tan frenéticamente violenta que no solo removerá tus interioridades físicas, glándula prostática incluida, sino también las sicológicas, con lo cual tus certezas heteronormativas de macho autosatisfecho y activo quedarán pulverizadas; tu brújula identitaria, extraviada; tu estructura yoica, fisurada, y rogarás sin remisión saber quién eres, cómo eras y qué serás en adelante; más allá de que el amplio campo de reflexión que a continuación se abra en tu vida no significará sino la constatación, a partir de la muy poco simbólica penetración laseril, del rumbo autocensurado y mediocre que le has dado a tu ser los últimos cincuenta años, o sea toda tu vida, o cuando menos la casi totalidad de tu anal retentiva existencia. Y será tan verista la puesta en escena, tan cargada de punibilidad social y material, que devendrá una suerte de álbum, en el pabellón de tu amígdala cerebral, de multitud de imágenes alimentadas por un pasado estreñido y un desgastado presente hecho de Pornhub, porros y litronas de Mahou; de modo que –dice el señor–, los haces de luz láser no serán sino el símil de una suerte de gang bang africano y de un fist-fucking gótico que tendrán de real y de imaginario lo que tenga un golpe de puño en la mesa de los desquites, con la diferencia de que la mesa no será aquí una mesa, sino -como quedó dicho- tu tacaño conducto. Y sin malos rollos todo. Eso te manda decir, textualmente, el señor Bernhard, que vive en el sótano del edificio.

–Sí. Claro –le contesto–. Dile que por supuesto. Que faltaría más, por favor. 

El niño asiente, da media vuelta y enfila escaleras abajo. 

Vuelvo a mi sala; voy hasta el equipo de sonido, un Pioneer X-EM16, de la vieja escuela, y veo que el marcador digital del volumen, de luces azules, está en 57. Bastante para un martes de siesta, la verdad. 

Lo subo a 94. 

A continuación, me deposito en el sofá verde –decúbito ventral–, cubierto con finas mantas de encajes andinos. Un rooibos de canela en la mesa. Cinco veces espero. 

Cinco minutos después llaman a la puerta. De nuevo el querubín. 

–Manda decir el señor Bernhard que ni lo sueñes –dice el niño–, y se va. 

Sus piecitos descalzos parecen no tocar el suelo. Como flotando se pira.