
Doble saludo inaudible
Te cruzas con un vecino en la escalera. Eres una comadreja tímida y balbuceante, y sueltas un «hola» apenas audible, como un gemido. El tío en cambio te saluda alto y claro con un «¡BUENOS DÍAS!» bien morcillón. Cuando lo hace, decides repetir tu débil «hola» por si acaso, por si no lo ha oído antes. No quieres que haya malos entendidos. Y justo cuando crees que el horrible trámite del saludo vecinal ha concluido, el jodido va y dice: «¡OYE, AQUÍ SE SALUDA!». No te había oído ninguna de las dos veces. Ese comentario te perfora el cerebro, porque precisamente has sido cauto y le has saludado antes y después para evitar lo que finalmente acaba de ocurrir. Entonces le gritas muy fuerte, muy grosero: «¡Joder, le he saludado dos veces!». Acabas de generar un absurdo extraño, de pronto estás afirmando haber saludado dos veces en vez de ninguna. Te has sacado dos conejos de la chistera. El vecino te toma como un irónico irreverente y te retira el saludo para siempre. Al final, eso que ganas.
Brazaletes simbólicos para expresar una muerte simbólica

Pare… pare…
Un tipo tiene una enfermedad rara que sólo le permite hablar en susurros. LLeva consigo un aparato en el que graba sus cuchicheos y luego los reproduce a un volumen audible. Un día, yendo a un autobús, ve como a un viejo que está bajando del vehículo se le queda atrapada la pierna en el mecanismo de la puerta. Aparte del viejo, sólo viaja él en el autobús. Se ve obligado a grabar unos «pare, pare…» inaudibles para proyectarlos después a todo volumen hacia el conductor y salvar al viejo de ser arrastrado salvajemente por el asfalto. Como no está acostumbrado a usar la grabadora en situaciones de emergencia, se pone muy nervioso y no acierta a decir sencillamente «pare». Empieza a explicar que un señor se ha quedado enganchado en la puerta y que por favor a ver si puede parar el autobús… pero se da cuenta de que está usando un tono como de instancia administrativa que no se adapta a la urgencia del caso. Borra la grabación y empieza de nuevo. Mientras tanto, el viejo lo mira desesperado desde afuera y no entiende qué coño hace el tipo hablándole a una grabadora en vez de avisar al conductor.

Vértigo suicida
Una abuela tiene un pequeño hobby suicida; bueno, no se juega la vida pero sí un empujón o una quemadura leve. La muy loca se acerca a la barra de un bar enorme lleno de gente. Pide dos cafés americanos bien largos, casi a rebosar. Los coge, cierra los ojos y se da la vuelta rápido, sin mirar. Como si se lanzase al vacío con una cuerda atada a los pies.

Eterno sobresalto
Un estado paradójico. Mezclar los sustos con duración. ¿Sabéis esas viejas que organizan encuentros masivos para tomar café y arreglar un poco el mundo y, de pronto, en medio de la merendola alguna abuela temblorosa calcula mal y tira un vaso o una botella sobre la mesa causando un pequeñísimo estruendo y algo de caos? Siempre hay una vieja que deja ir un «¡qué susto!», como quejándose de lo mal que está el mundo de la física de los cuerpos en general. Imaginaos encarnar secuencialmente y sin pausa a todas esas viejas que han entonado un «¡qué susto!» tras la caída de un objeto de la mesa. Sentir ese pequeño sobresalto, y otro, y otro; así durante horas, durante días, siendo todas las viejas de la historia, en todos los idiomas, viendo tumbarse la coca-cola o la tetera o el cuenco prehistórico, y experimentando ese sustito puntual que te quema el alma a pellizcos. Y cuando seas consciente de la duración de la tortura, aunque recuerdes los anteriores cuerpos en los que has estado y sepas que vas a seguir viendo caer objetos, no puedes evitar asustarte otra vez, no puedes parar ese estímulo porque formas parte de esas viejas. Ésa es la paradoja del susto-duración, sentir un eterno sobresalto. Algo muy tonto pero devastador.
Ceda el paso
Un viaje de doce horas en autocar. El tipo que va a tu lado parece estar escuchando los argumentos de un ser invisible durante todo el viaje. Pero lo más jodido no es eso, lo más angustioso es que constantemente está a punto de abrir la boca para dar su réplica pero no termina de hacerlo porque, al parecer, el ente invisible no termina de hablar y él no quiere interrumpirlo. Se pasa las horas intentando buscar un pequeño hueco en el discurso del otro, pero el hueco no llega y el tipo sigue esperando ansiosamente su turno de réplica, como un coche en ceda el paso. Así durante las doce horas de viaje.

Primer sueño de la señora
De pronto, despierta dentro de su propio sueño. Se ha quedado traspuesta en la peluquería donde ha ido a arreglarse el pelo para asistir a una cena. La peluquera acaba de terminar su trabajo y se lo muestra en el espejo. Comprueba con horror que mientras dormía le han engominado todo el pelo y se lo han alzado verticalmente para formar una gran punta rígida.

Protesta enérgicamente, pero la peluquera parece no oírla y se limita a sonreír a través del espejo mientras señala orgullosa el estrafalario peinado. El resto de clientas de la peluquería lucen peinados normales y no prestan atención a las quejas de la señora. Sigue soñando, esto lo habéis entendido ¿no?
Segundo sueño de la señora
En el segundo sueño ella ve a su marido, director de una escuela, cenando en una gran mesa junto a otros directores. Por algún motivo, la silla de su marido es una especie de mini-taburete desde el cual apenas alcanza los cubiertos. Sus colegas ocupan sillas normales.

Todos, incluido su marido, actúan con normalidad. Ella considera la escena extremadamente humillante para su marido y no entiende cómo él permite ese trato. Quiere hacérselo saber, pero no hay forma de acceder a ese lugar.
Rabieta autolesiva
En un ataque de rabia autodestructiva, una abuela, harta de que sus hijos y nietos nunca vayan a visitarla, decide sustituir su cortado descafeinado habitual por uno normal.

Mientras lo pide imagina el impacto que les causaría a sus hijos verla maltratarse de esa manera y lamenta tener que haber llegado a ese punto. Después llora un poco, y mientras su amiga le consuela le sirven el cortado normal. Se lo bebe con rabia y resignación, apretando los dientes como si fuera whisky.
φ Miguel Noguera (Gran canaria, 1979) es humorista, escritor y dibujante. Ha publicado, entre otros libros Ser madre hoy (2012), La muerte de Piyayo (2016) y Clon de Kant (2018) en la editoral Blackie Books. Los textos reunidos aquí son parte de Ultraviolencia (2011), de la misma editorial.