
1
Te mudabas a otra ciudad. Dejabas todo para empezar una vida en otro lado, pero aparecías en las reuniones con esa sonrisa, como si nada. Solo hablabas del viaje cuando te lo preguntaban y tus respuestas siempre eran evasivas. Se limitaban a dar la información necesaria, sin entusiasmo, sin desinterés, como si hubieras incorporado un texto a representar. Reconozco cierta admiración en eso, pero tu actitud daba un miedo terrible. No sé miedo de qué; sólo sé que había algo que me incomodaba. Me hacía sentir insegura. Lo que sea, ya no importa.
El lugar oscuro e impenetrable con el que parecías luchar todo el tiempo. Podía percibirlo, como se percibe la proximidad de un precipicio en plena oscuridad, cuando te quedabas callado mirando un punto fijo en medio de una reunión. Yo te hablaba como para distraerte y me mirabas con cara de idiota, o de desesperado, como si te hubiese arrancado de una pesadilla, después sonreías y con algún comentario volvías temporalmente al mundo exterior.
2
Por aquellos días fui a visitarte a tu casa. No podías ocultar que algo te molestaba y para evitar que preguntara me contaste aquella extraña historia sobre tu vecino. No contabas nada, preferías los diálogos utilitarios, a los que podías cambiarle el rumbo en cualquier momento. Siempre me pareció medio soberbio porque en el fondo estabas pensando en algo que habías leído y era como que te rebajabas al nivel-mundo para hablar con la gente. Qué hijo de puta, podías aunque sea quedarte callado en vez de hacer sentir a todo el mundo como pelotudos. No te quedaba bien hablar de la vida. Pero aquella noche me hablaste de tu vecino, el pelado con pinta de arquitecto que rara vez te saludaba cuando se cruzaban en el pasillo. El tipo te había pedido que dejaras de escuchar aquella canción que te fascinaba porque lo deprimía horrible. Era una de Callahan o de Nick Drake. Vos dijiste que sí porque no se te había ocurrido nada que decirle en el momento y a partir de aquel día empezaste a escucharla con auriculares. Aquella canción pasó a deprimirte. El vecino pelado solo en su casa con sus alegrías anémicas y privadas. Hablabas de él casi que con cariño. Siempre el juego de los espejos, como una rata en una trampa.
Tomamos vino toda la noche y fumamos un cigarro atrás del otro. De a poco tu mirada iba quedando más limpia, tu cara siempre pálida apenas enrojecida por el alcohol. Lo que sea que te pasaba esa noche, me lo comunicaste sin hablar, en la forma de mirar todo a tu alrededor, de acariciar el vaso de vino. Nunca supe bien por qué te seguía los viajes.
3
Lo primero fue el vacío del momento inmediato a la partida que se extendió durante varios días. Cada tanto llegaban tus novedades. Después nos acostumbramos a tu ausencia, aunque cuando nos juntábamos con los pibes aparecías en anécdotas y comentarios sobre tu vida actual en otro país, especulaciones sobre lo que estarías haciendo en ese momento que por lo general terminaban en alguna burla a tus rarezas, como si esa fuese la forma de defendernos de tu abandono. Supuestamente la tecnología nos mantendría en contacto, pero eso no funcionó con nosotros, más bien sentíamos la obligación de decir algo. Decías que ese modo de soledad era nuevo, fluía por los cables transoceánicos.
4
Un día vino Marcos y me dijo que te había visto en el ómnibus. Vir, te juro que lo vi, estaba sentado contra la ventana del 163, leyendo. Él se te sentó al lado y te saludó sorprendido, preguntándote cuándo habías vuelto. Vos le contestaste que nunca te habías ido, que no habías conseguido el trabajo que querías, que te habías enamorado de una profesora de karate. No sé, eso entendí yo, estaba en blanco. No supe si creerle, Marcos siempre está re loco y se le da por inventar historias. Dijo que estabas raro, yo dije como siempre, él dijo que te pusiste a leer y no le diste más bola. No supe bien qué pensar, ese mismo día, yo había recibido un mail tuyo contándome que te habías instalado en un apartamento del centro, que ya te habías emborrachado con una pareja de estudiantes peruanos en un bar de mala muerte, donde las cucarachas brillaban al recorrer las paredes verdosas. Ese día me la pasé sentada en mi mesa, tirando una pelotita de goma contra la mancha de humedad del living, cada vez que le embocaba caían como tres kilos de polvo al piso que me hacía acordar de las veces que tomábamos hasta el amanecer. Tu ausencia me incomodaba, un no saber qué hacer con todo lo que pasó. Nuestra amistad era compulsiva, dependíamos el uno del otro, vos entendías dentro de tu tosca forma de ser, cómo me sentía con respecto al mundo, a mi trabajo, a mi familia, a mis relaciones de pareja. Yo te conocía y aunque nunca supe que mierda te pasaba por dentro, sabía bien lo que necesitabas y a mi manera intentaba dártelo. O estábamos todo el tiempo juntos o nos odiábamos. Cuando estabas distante te odiaba, como te odio ahora, gil.
5
Viajes por pueblitos del interior. Lo mejores momentos de Juan y Vir. Mi excusa era conocer la arquitectura, la tuya olvidarte de vos mismo. Ninguno de los dos lo conseguía, pero ¡bien igual!, volvíamos con extrañeza, el efecto duraba días y después el mapa y pensar el próximo. Pasábamos más días planificando que haciendo. El lugar era planificar.
Horas viaje. Siempre de noche y con los ojos retardados de tanta droga.
Tus pueblos preferidos eran los que a mí me parecían particularmente deprimentes. Casi siempre decías que podrías vivir ahí un año. Pasabas mucho rato pensando en cómo sería tu vida si hubieses nacido allí. Te hubiese gustado enamorarte de una piba de pueblo e irte a vivir con ella, pero tu esencia te obligaba a estar siempre cerca del movimiento. Por eso elegiste una ciudad monstruosa para irte. Siempre pensé que pensabas en eso cuando perdías la vista en el paisaje verde que nos atravesaba a 100 km por hora.
6
Cuando te conté lo de Marcos te reíste, negaste todo, mandaste fotos, contaste historias, hablamos por Skype, nunca una dirección estable, un número telefónico o cualquier otra referencia a través de la cual alguien pudiera llegar a vos. Todo distancias. Ahí empecé con lo de que no te habías ido nunca y que vivías desde hacía meses acá sin que nosotros supiéramos. Ansiedad. Psiquiatra. Pastillas. Tu cara impresa en el cristal con la sonrisa de siempre. La rata en la trampa. Una serie de posibilidades.
Nos grabábamos por diversión. Nunca volvíamos a escucharnos. Archivos MP3 como fósiles. Un día quisiste que habláramos sobre fantasmas. Puertas que se cierran, objetos que se mueven, casi siempre en la casa de tu infancia, o el baño de un amigo de tu abuela, donde aseguraste haber conversado con un muerto. Aquella grabación fue un anuncio de tu duplicación. De tu fantasmagorización, o como puta sea que se diga lo que pasó contigo después de que te fuiste. Tu voz en aquel audio es la posibilidad que no fue.
7
Te empecé a buscar. Mientras nos escribíamos mails cada tanto y hablábamos por Skype como si nada, yo te buscaba por Montevideo. Tomé un par de veces aquel ómnibus en el que te vieron, visité todos los lugares donde solíamos ir, todos los bares que frecuentabas, hablé con toda tu familia para saber de tus conversaciones con ellos. Me odiaron todos, incluso tu hermana.
Vos huyendo del amor que todo abraza y paraliza, como en aquella película de Antonioni donde Jack Nicholson quiere desaparecer. Me acuerdo que salimos del cine y estuvimos veintidós minutos callados caminando por San José hasta el Solís. Los conté, sí. Después dimos la vuelta y fuimos a un restaurante de moda. Ahí me contaste toda la película como si yo no la hubiese visto contigo. Ese día me dijiste que siempre habías interpretado el arte como un péndulo entre el encontrarse y el perderse, ser uno mismo o ser otro. Te contesté que las rabas ese día estaban demasiado aceitosas.
En aquella época habías dejado la facultad y trabajabas en una librería. Anotabas todos los días el horario en que pasaba el auto rojo de tu vecino por la puerta de tu casa. No entendí esa obsesión con las repeticiones exactas, y menos la frustración cuando te dabas cuenta de que eran imposibles. Cada uno busca sus formas de perder el tiempo.
Estabas interesado en un indigente que había llegado a Tristán Narvaja. Nadie podía comunicarse con él. Pronosticaste que algún día desaparecería, reafirmando un derecho a la distancia que ya había conseguido gracias a su suciedad. En las librerías de Tristán nadie sabía cuál era la nacionalidad del recién llegado. Por momentos hablaba con acento portugués, por otro francés, por momentos balbuceaba unas palabras de fonética inentendible que hacían pensar en que podía haber vivido en algún país muy distante.
Marcos y vos le llamaron César y en seguida le empezaron a decir así todos los libreros de Tristán. Incluso los del bar empezaron a llamarlo por ese nombre. Decías que eso te hacía sentir culpable. Belleza andrógina encerrada en un nombre. ¿Cómo no hacerlo? decía yo, y vos, con tu soberbia del orto, mirabas para otro lado. El extranjero había conseguido una escoba en una volqueta y se pasaba barriendo las veredas de toda la calle desde Colonia hasta Cerro Largo, gesto que rápidamente fue retribuido con propinas por parte de los empleados de las librerías y comercios. César no lo pedía, pero aceptaba los billetes que le daban y seguía barriendo con la mirada perdida en el suelo. Decías que el mundo para él debía ser unos pocos metros de baldosa alrededor de la escoba, que se había convertido en una prótesis para intervenir en el mundo físicamente, el punto de agarre que lo mantenía en tierra. Aquella herramienta que había elegido parecía ser perfecta, porque lo mantenía en un espacio reducido casi solo para él. Sin distancias temporales ni simbólicas, ni las abstracciones que eso implica. El ritual de barrer lentamente las veredas desde Colonia hasta Cerro Largo te hacía pensar en lo imperceptible de la tierra girando sobre su eje. Nunca llegué a conocer a César por más que me insistieras en que fuera a visitarte al trabajo. El mundo de las librerías y bares de Tristán Narvaja eran para mí un universo al que no tenía acceso. Nunca. No soportaba la distancia que había entre yo y ese universo mistificado (por ustedes mismos) de los libros usados, llenos de mensajes a descubrir entre página y página, de los viejos fetichistas que hacía décadas que no leían un libro y sin embargo dejaban su vida en la búsqueda de la quimera de los libros raros, inencontrables, de cuya existencia hasta los propios libreros sospechaban. Te gustaban esos personajes excéntricos que se pasaban horas en las mesas de ofertas. Recorrían todos los días las librerías y los domingos iban a la feria. Me contaste de aquel tipo que gastaba su sueldo entero en libros viejos al punto de que su esposa le había prohibido entrar a la casa con nuevos ejemplares. Entonces tu amigo librófilo (les decías “amigos” a los clientes que te interesaban) había empezado a enterrarlos en el patio de la casa para que no los descubriera. Solo que eso había empezado hacía más de diez años. Por lo que, según un cálculo que hiciste mientras te emborrachabas con Marcos en La Tortuguita, debía tener una biblioteca enterrada con más de tres mil libros envueltos en bolsitas de nylon. Poco después, ante la incómoda curiosidad de ustedes dos, el librófilo les mostró un plano hecho a mano perfectamente doblado en la billetera donde se ubicaban las distintas categorías en que se organizaban los libros. Llamaban la atención algunas categorías como “Colombofilia”, “Cetrería”, “Poetas ecuatorianos de la década del 40”. El plano no solo ocupaba su patio, sino también el de sus vecinos y prácticamente los del barrio entero.
Lo que habías dicho de César se cumplió y un día desapareció. Nunca más lo vieron y a los dos días ya nadie se acordaba de él. Siempre hay algo nuevo de que hablar. Ahí empezaste ese cuento interminable, como todo. Abandonos violentos, llenos de deseo y asco.
8
Empecé una especie de duplicación para atrás. Me obsesioné con la idea de una edificación que se derrumba y que al caer derrumba todo a su alrededor. Tengo que volver a leer todos tus gestos, todo lo que alguna vez me dijiste, todo lo que ocultabas, sólo así puedo llegar a tu situación actual.
1- te fuiste
2- estás en Montevideo
Dos posibilidades, como tu péndulo. Tu pregunta de siempre ahora me vuelve como esta mosca que se empeña a volver sobre la sábana.
φ Gonzalo Baz (Montevideo, 1985) es escritor, editor, librero y director del sello uruguayo Pez en el hielo ediciones. Publicó Animales que vuelven, su primer libro, en el 2017 y editó y tradujo la antología La paz es cosa de niños, en el 2018.