Posted on: Junio 5, 2020 Posted by: odradek Comments: 0
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Guildenstern: ¿Quién decide?
Actor: ¿Decidir? Está escrito.

Rosencrantz & Guildenstern están muertos, Tom Stoppard

A comienzos del 2019 supe que dos de mis actores favoritos, John C. Reilly y Joaquin Phoenix, protagonizaban una película de vaqueros dirigida por Jacques Audiard, un director que solo conocía por De óxido y hueso (2012) y porque es hijo de otro director. El caso es que la descargué y me dispuse a verla en mi horario prime, las diez de la mañana, justo después de tomar desayuno. El nombre de la película era Los hermanos Sisters (2018) y se trataba de la adaptación de una novela que jamás oído nombrar, lo que me permitió verla “con inmaculada prescindencia de sus profanaciones nefandas y sus meritorias fidelidades”, como diría Borges. Lo cierto es que solo quería ver una buena película de vaqueros.

A qué me refiero con una buena película de vaqueros. Bueno, no tengo una sola respuesta. Nací en Puerto Montt y pasé años visitando el valle del río Puelo, donde nació mi padre y vivían mi tío y mi primo, cerca de la frontera con Argentina. En mi casa no se incentivaba que viéramos películas violentas pero cada vez que me fui castigado a la montaña pasé días enteros investigando una colección enorme de películas en vhs y viendo sin distinción desde los más hermosos westerns a los pastiches más decadentes. Luego, cuando tenía quince años, mi familia puso un videoclub en una galería de Puerto Montt, lo que diversificó mis fuentes y me permitió ver tres o cuatro películas diarias durante años. Con esto quiero decir que mi consumo de películas se deshizo de prejuicios y convenciones cinéfilas y que nunca me cerré a una sola idea de cómo debe ser una película de vaqueros, no me molestaban ni la arbitrariedad ni que fueran idénticas a cien otras, lo único que me cansaba eran los finales felices. A mí, a decir verdad, los finales felices siempre me han parecido trágicos, creo que por el sistema moral que condena a los buenos a ganar siempre sus batallas.

Años después, tras aceptarme como devoto del western, me apliqué a sistematizar todo lo que había visto. Leí algunos libros, descubrí que mis películas favoritas habían sido dirigidas por John Ford, Howard Hawks, Sergio Leone, Sam Peckinpah o Nicholas Ray. Descubrí el gusto por los westerns que se escapan del género y por los directores que trabajaban maniáticamente uno solo, como Ford el western y Hitchcock el thriller. Y es chistoso, sucede que disfrutar de este género añejo y pasado de moda me hizo sentir como un miembro de la Corporación Amigos del Arte, una especie de Rosemary McGill que en vez de insistir en óperas y ballets, se aferra a historias de asesinos del viejo oeste, así como otros se empecinan en consumir ficción sobre mujeres con dificultades para casarse bien en la Inglaterra del siglo XIX, invasiones extraterrestres, espías infiltrados, apocalipsis zombis o, en el caso el Borges, gauchos y cuchilleros.

En fin, lo que quise decir cuando dije que solo esperaba ver una buena película de vaqueros, es que quería ver una obra plena del género, experimentar la marginalidad del oeste como si fuera el centro del universo, revisitar el código moral que gobierna a héroes y a forajidos, contemplar la vileza de los que carecen de toda ley, sentir la amenaza de la llegada del tren, las masas humanas y el fin de esa existencia errante y llena de riesgo. En Los hermanos Sisters encontré eso, pero también más.


La película abre con un grito en la oscuridad: “This is the sisters brothers!”, línea que recuerda a la presentación de una función de circo. Luego, después de una matanza, se nos presenta a los hermanos Eli Sisters (John C. Reilly) y Charlie Sisters (Joaquin Phoenix), dos caza recompensas enviados por un siniestro ricachón, el Comodoro, a eliminar a un ladrón. Hasta ahí se trata de un western clásico, pero esta normalidad se vuelve intrigante cuando, después de una parada técnica en un bar, los hermanos Sisters ven pasar una carreta que carga la fachada de una casa. Algo perfectamente posible, pero que al evocar las fachadas de los sets de filmación introduce la sospecha de que estamos ante algún grado de auto reflexividad.

Estas dos escenas, sumadas al francés del título que abre la acción: “Les Fréres Sisters” y el texto: “Quelque miles plus au sud”, despiertan la intuición de un resquebrajamiento del universo ficcional y sus vínculos internos, sentimiento que aumenta a medida que Eli Sisters, el hermano mayor, pareciera ir tomando consciencia de su rol de personaje de western y a despegarse de los clichés del género, usando pasta de dientes y un lenguaje extrañamente elevado, un poco como los robots de la franquicia de Westworld. Mientras Charlie Sisters, su hermano, no logra quebrar con los tics de la masculinidad del far west, como el Hombre Araña noir que aparece en Spider-Man: Into the Spider-Verse (2018), un Spider Man perseguido por los elementos que dan forma a su género o Jessica Rabbit, que en ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (1988) afirma: “No soy mala. Solo me dibujaron así”.

La sospecha de un quiebre metaficcional también asoma en los diálogos entre los hermanos Sisters. Por ejemplo cuando Charlie afirma que el Comodoro tiene derecho a sentirse “victimizado” y su hermano pregunta de dónde sacó esa palabra, imposible en un western. O cuando, en un restorán de San Francisco, Eli confiesa su deseo de poner una tienda de camisas y termina preguntándole a su hermano por qué tiene que mantener tan bajo el nivel de la conversación. Sucede que Eli ya no puede hablar como forajido, es un personaje que ya se ha emancipado del rol que el género le asigna, algo que podemos llevar más lejos y decir que Eli está emancipándose de los rituales de la masculinidad del viejo oeste, abriéndose a un lenguaje menos agresivo y mostrándose, incluso, delicado.

Es este tipo de diálogo el que emparenta a Los hermanos Sisters con la obra de teatro Rosencrantz & Guildenstern están muertos, de Tom Stoppard, donde dos personajes de Hamlet intercambian diálogos absurdos mientras se hacen conscientes de su existencia en un limbo que es a la vez una condena a actuar como autómatas, vivir y morir como personajes, empujados por una fuerza que desconocen, según la programación de William Shakespeare. Al igual que ellos, Eli Sisters está insatisfecho con su destino, perplejo ante la violencia y la eterna cadena de “aventuras” forzadas sobre él y su hermano. Por eso quiere cambiar de oficio, haciendo gala de un exagerado optimismo por el alcance su libre albedrío, aunque solo sea para ver su cómo su plan fracasa y se ve obligado a seguir sacando de entuertos a Charlie, según su programación de autómata. 

Otra escena que vincula Los hermanos Sisters a la tradición autorreflexiva de Hamlet y Rosencrantz & Guildenstern ocurre en el saloon regentado por Mayfield, esa reencarnación de Vienna, el personaje de Joanne Crawford en Johnny Guitar (1953) de Nicholas Ray. En la escena en cuestión Eli está a solas con una prostituta y le pide recrear el momento en que su amada le entregó un chal, creando una sutil cápsula de teatro dentro del teatro, como la encargada por Hamlet a un grupo itinerante de actores para desenmascarar el asesinato de su padre.

Unas líneas más arriba hablé de “programación de autómata” con la intención de señalar que el némesis de los hermanos, el Comodoro, es interpretado por Rutger Hauer, el mismo actor que en 1982 encarnó a Roy Batty, el replicante modelo Nexus-6 que en Blade Runner se enfrenta a los humanos y viaja a la Tierra exigiendo una vida más larga, rebelándose contra su condición de autómata. Hauer está ahí precisamente para subrayar tanto la condición replicante de los personajes como el despertar de Eli Sisters, un vislumbre que lo conecta con el Sancho Panza de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha

Paralela a la historia de los hermanos Eli y Charlie, transcurre la de John Morris (Jake Gyllenhaal) y Hermann Kermit Warm (Riz Ahmed) dos hombres que se asocian para hacer fortuna y crear una comuna con un sistema igualitarista como el sugerido por Charles Fourier, el socialista utópico que propuso abolir el dinero y la propiedad privada. John Morris es miembro de una familia acaudalada de Washington que viaja a Oregon en busca de aventuras y que una vez ahí logró emplearse como detective, es un hombre educado que escribe diligentemente un diario de vida donde reflexiona sobre el oeste, sus paisajes y sus personajes.

John Morris es prácticamente un personaje de Borges, un escritor que abandona la ciudad para conocer el salvaje oeste y resolver su dualidad de hombre de letras y hombre de acción. De hecho, en un fragmento de su diario donde evoca una fogata nocturna, Morris escribe: “Raramente deseé cambiar tales horas de libertad por los lujos de la vida civilizada”, líneas que podrían haber sido escritas por Juan Dahlmann, el secretario de la Biblioteca Municipal de Buenos Aires que protagoniza el cuento El sur de Jorge Luis Borges. Un sujeto para quien el norte equivale a civilización y el sur a barbarie, y que resuelve el conflicto entre armas y letras eligiendo morir a cielo abierto, como John Morris.

En la tradición literaria, tal como dios crea al hombre, el hombre crea otros seres a su imagen y semejanza, seres como el autómata, el monstruo de Frankenstein, los replicantes o Rosencrantz y Guildenstern, en sus dos encarnaciones. El caso es que Eli Sisters es un simulacro que despierta al determinismo de un género, situación que Borges describe en el poema El gólem: “El simulacro alzó los soñolientos / párpados y vio formas y colores / que no entendió, perdidos en rumores”. Eli Sisters es un gólem que intenta romper las cadenas del género al que pertenece y no lo consigue, siendo obligado una y otra vez a salvar la vida de su hermano, porque así lo escribieron.

Uno podría preguntarse si un western que señala las arbitrariedades de su género con guiños metaficcionales sigue siendo un western o si al hacerlo trasciende el género. Pero también debemos recordar que históricamente las obras de géneros populares son el espacio donde se instala la metaficción, pensemos en el trabajo de Ariosto y Cervantes con la novela de caballería, en la relación de Hamlet con el drama de asesinatos palaciegos, en ¿Quién engañó a Roger Rabbit? y Blade Runner como actualizaciones del género noir o hard boiled, y en Michael Crichton y su idea de combinar ciencia ficción, western y novela de caballería en Westworld (1973). Creo que Los hermanos Sisters es un western que cumple cabalmente con las normas del género y que, al mismo tiempo, somete al espectador a la extrañeza y la sospecha durante toda la película. Es un western repleto de glitches, o fallos en la matrix, que hacen a Eli Sisters sospechar de su rol en su universo, como si hubiese viajado al desierto, tomado peyote y tenido profundas revelaciones sobre su existencia. 

Hacia el final de la película, Eli Sisters le pregunta a su hermano: “¿Te has dado cuenta de todo el tiempo que ha pasado sin que alguien quiera matarnos?”. En ese punto pareciera que los hermanos Sisters trascendieron totalmente sus personajes y están libres de las convenciones del western, idea reforzada por el hecho de que ninguno termina con dos asesinos a sueldo regresando al hogar materno para ser acariciados por una brisa mientras toman una siesta. El montaje de esta escena, la única no-lineal de toda la película, posee matices oníricos y sugiere que esto ocurre en la eternidad y que los hermanos Sisters están muertos o que habitan el limbo de los replicantes y simulacros despiertos.


φ Rodrigo Olavarría (Puerto Montt, 1979) Es autor del libro de poemas “La noche migratoria” (2005) y las novelas “Alameda tras las rejas” (2010) y “Cuaderno esclavo” (2017). Como traductor ha publicado libros de Allen Ginsberg, Gertrude Stein, Emily Dickinson, Eileen Myles y William Burroughs. También ha adaptado para el teatro obras de Tennessee Williams, Henry Miller, John Patrick Shanley y Paula Vogel, entre otros.