Posted on: Abril 27, 2020 Posted by: odradek Comments: 0
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En el 2007, Kevin Power (1944-2013), crítico de arte, ensayista y escritor, y Ticio Escobar (1974), investigador, curador y crítico de arte, se juntaron en una cabaña a hablar en torno al arte. 

Aquí, un extracto de ese encuentro.


K: Viviste el período completo de la dictadura en Paraguay, un proceso cruel, asesino y corrupto, que se tragó varios años cruciales de tu vida. Ha tenido que dejar secuelas -heridas más profundas incluso que la naturaleza de tu propia participación- dentro de lo que ha sido el ámbito de la oposición política. 

T: Extrañamente, la etapa moderna -en sentido estricto-  de las artes visuales en el Paraguay coincidió casi de manera exacta con el tiempo aciago de la dictadura de Stroessner (1954-1989). La modernidad paraguaya comenzó muy retrasada, pero culminó a tiempo: la caída de Stroessner, contemporánea de la caída del Muro de Berlín, bien puede trazar el tajo que marca la ficción del fin de un momento histórico y el inicio de otro. Todo hito indicador de cambios epistémicos  implica una  convención arbitraria. Pero hay acontecimientos intempestivos que actúan como trazas reales de la historia. La división entre el tiempo de la dictadura y el de la “Transición a la Democracia” tuvo bordes bien nítidos, palpables casi. Derrocado el tirano, no se detuvo la corrupción ni se enmendaron las brutales desigualdades sociales, pero de golpe cesaron la tortura, los allanamientos y exilios de opositores, el sofoco de la represión y la humillación del miedo, la desaparición de presos políticos. 

    Apremiado por los reordenamientos del libreto mundial, este giro tuvo repercusiones fuertes en la sensibilidad colectiva y en las instituciones culturales, pero el proceso de la cultura, incluido el de las artes visuales, no sigue el mismo paso de la historia y precisa a veces bastante tiempo para reelaborar las condiciones nuevas. Por otra parte, la lectura misma de la historia se complica porque han cambiado sus paradigmas de lectura: la pretensión de detectar etapas en torno a una línea más o menos hilvanada se ha perdido. Y esto, que causa desconcierto por un lado, abre, por otro, posibilidades interesantes de pensar anacrónicamente -de contramano y a contratiempo- los sucesos; aun aquellos que constituyen hitos fuertes. 

    El gran cambio de los tiempos posdictatoriales ocurrió a nivel de los derechos humanos o, por lo menos, de ciertos derechos humanos vinculados con la libertad personal (que no a los derechos económicos, culturales, sociales). Se dio un trabajo serio de reinscripción de la memoria, ya se sabe: el mismo que ha ocurrido en todo el Cono Sur luego de las dictaduras militares. Se han abierto dispositivos interesantes para que el Estado asuma su responsabilidad histórica, al menos en este plano. Luego de discutir con militantes de derechos humanos en el Paraguay y en la región, yo mismo decidí hacer al Estado una demanda indemnizatoria por las torturas que padecí. Este gesto, vinculado con diversas acciones ciudadanas, adquiere un sentido político en el contexto de demandas más amplias. Pero, el esquema de poder, la estructura de dominación, profundamente antidemocrática, se mantiene intacta en el Paraguay: las opulentas oligarquías consolidadas durante la dictadura siguen empotradas en el poder, engordadas ahora con los beneficios que deja a los gobiernos locales el capital trasnacional. Obviamente esta continuidad ocurre en desmedro de la economía del país y del bienestar de su población castigada.

K: La sociedad y los intelectuales, ¿tomaron conciencia de su condición? En Estados Unidos, en los sesenta, varios poetas significativos se interesaron en la cultura india norteamericana, incluso algunos vivieron en las reservas. La poesía, el arte y  la crítica comenzaron a interesarse en la antropología o en un pensamiento interdisciplinar. ¿Cuáles fueron las consecuencias de la dictadura para las comunidades indígenas? 

T: La dictadura veía la cuestión indígena como un problema: un signo de atraso que debía ser removido. Carente de toda política en ese plano, relegó el trabajo sucio a ciertos  misioneros, encargados de aplicar programáticamente el etnocidio. 

En cuanto a si los artistas e intelectuales tomaron conciencia de esa condición, sí: muchos de ellos, y muy destacados, no sólo fueron conscientes de esa situación, sino que lucharon en pro de sus derechos postergados. El libro editado por Roa Bastos, Las culturas condenadas, es apenas un ejemplo de una amplia bibliografía sobre el tema que tuvo su correlato en trabajos importantes de promoción de la causa indígena y denuncia de las violaciones de sus derechos a la diferencia étnica. Pero este interés no se manifestó mucho en una interdisciplinariedad artística: los creadores miran con respeto las culturas indígenas pero, en general, no se atreven a incursionar en sus imaginarios y buscar cruces con ellos. Es como si temieran caer en folclorismos indigenistas o supusieran que los códigos de base (los indígenas) fueran más fuertes que los lenguajes que recayesen sobre ellos, riesgo común en este tipo de apropiaciones transculturales. De todos modos, hay casos interesantes de artistas que incorporan temas y figuras provenientes de la cultura indígena. Ahora bien, el movimiento contrario sí es muy común: las diferentes etnias no tienen ningún problema en apropiarse de signos, imágenes y discursos provenientes de la cultura masiva y, aun, de la ilustrada. Este hecho asegura una saludable posibilidad de mantenimiento de las formas étnicas a través de su readaptación a nuevas situaciones. 

K: ¿Cómo percibes aquel período ahora, casi 20 años después? ¿Cuál es tu lectura de la situación política contemporánea paraguaya? Lo pregunto porque un período largo de dictadura resulta ser el único modelo en el que fue formada la mayoría de la gente que ostenta ahora el poder; al menos esa fue la situación en España con la transición; es inevitable, pero es un modelo asumido a nivel inconsciente.

T: El mito de la inmovilidad de la dictadura funcionaba tan bien que, durante mucho tiempo era impensable un después de Stroessner. Ahora, pasados casi veinte desde su derrocamiento, uno advierte que los trastornos que dejó la dictadura fueron mucho más graves de lo que parecían en su momento. No me refiero sólo a experiencias traumáticas relacionadas con el dolor y el miedo, sino al sistemático trabajo de deshilachado del tejido social que emprendiera la dictadura como estrategia política definida y eficiente. Consecuentemente, a la sociedad civil le cuesta recomponerse, no tanto ya de cara a un Estado autoritario, sino ante un Estado corrupto, formateado en clave de mercado y sujeto a los nuevos guiones trasnacionales. 

    La situación actual es muy difícil: como si el Paraguay no hubiera podido sobreponerse a la tragedia de su propia historia. No quisiera caer en la simplificación de explicar las adversidades de este país por sus grandes catástrofes históricas, empleadas comúnmente como coartadas míticas (como la Guerra de la Triple Alianza entre Brasil, Argentina y Uruguay, que literalmente desmanteló el Paraguay a fines del S. XIX  y, después, la interminable dictadura de Stroessner), pero a veces da la impresión de que realmente el Paraguay no pudo recuperarse totalmente de esas desgracias aplastantes que pasaron a formar parte de cierto imaginario trágico; Roa Bastos dice, en este sentido, que el Paraguay es un país enamorado del infortunio. En este mismo momento, el Estado ha devenido un botín disputado por facciones fraudulentas. 

    Luego de caída la dictadura, mi participación en el poder se redujo a un momento puntual. En 1992 se produjeron las primeras elecciones municipales libres en el Paraguay. Resultó ganador Carlos Filizzola, un dirigente social izquierdista de 32 años, que pasó a ser el primer Intendente Municipal no designado por el dictador. Durante su gobierno, yo fui Director de Cultura de la Ciudad de Asunción, pero terminado el periodo municipal en 1996, volví a ocupar mi puesto en la sociedad civil. En este sentido, la transición fue diferente en el Paraguay con respecto a España, porque, acá, el Partido Colorado (el manejado por Stroessner) nunca dejó el poder y sigue detentándolo hasta hoy: no hubo alternancia. La oposición sólo accedió al Parlamento, a intendencias municipales y a gobernaciones departamentales. El Poder Judicial sigue estando en manos del Partido Colorado, aunque integre figuras de la oposición.   

K: ¿Cómo era la situación artística durante aquel período?, ¿cómo actuaban la censura en este momento; ¿de manera caprichosa u omnipresente?

T: Por lo que te expuse recién, queda claro que el Paraguay es un país duro de ser vivido. Pero tiene como contrapartida, como compensación a veces, la fuerza de sus culturas diversas. Las propias situaciones de aislamiento, que en cierto sentido duran hasta hoy, facilitaron la emergencia de algunas formas artísticas intensas y oscuras, desarrolladas al margen de los dictados de las modas y los antojos de las tendencias internacionales. El aislamiento y la marginación tienen su precio, claro, pero cuentan con el contrapeso de cierta protección de formas que precisan desarrollar sus procesos históricos sustraídas en parte a las coerciones del capital. 

    Durante los tiempos de Stroessner, las culturas, incluidas la erudita, se vieron obligadas a apelar a su memoria y a sus propios recursos para asumir las circunstancias difíciles que les tocaba enfrentar. Sorteando la represión y la censura, imágenes y discursos oriundos de mundos diferentes y expresivos de prácticas e historias distintas, lograron conectarse con la sensibilidad colectiva y producir una furtiva cultura de la resistencia o la sobrevivencia. Esta cultura (que en verdad incluye modalidades muy diversas) pudo acoger y expresar verdades, recuerdos, valores y deseos ignorados o perseguidos por el régimen.  

    Ante las culturas populares e indígenas, el sistema de Stroessner tuvo actitudes distintas; por un lado, censuró todo elemento disfuncional al mito conciliador de la cultura oficial y de su ideología desarrollista y persiguió todo modelo cultural opuesto al desarrollismo oficial. El etnocidio fue ejecutado metódicamente a través de programas estatales y mediante la acción de misioneros religiosos empeñados en “civilizar” a los indígenas y extirpar todo rastro de atraso y “barbarie”.

    Por otro lado, el régimen desconoció sistemáticamente todo valor artístico, expresivo o pragmático de las manifestaciones populares, consideradas como artesanías, supersticiones y resabios de un mundo retrasado que debía ser enmendado mediante los valores de la educación cristiana. Colonialismo clásico. Consecuentemente, se estimuló una visión pintoresquista y banal de la creación popular, encarada como insumo turístico o expresión folclórica: producto inofensivo, carente de dimensión simbólica y de posibilidades críticas. A pesar del desprecio y las discriminaciones, a pesar de los programas etnocidas y las manipulaciones folcloristas, diferentes comunidades étnicas y campesinas, así como sectores populares varios, continuaron manteniendo núcleos de cohesión desde los cuales pudieron seguir renovando sus formas y reacomodarlas a las nuevas condiciones históricas sin perder su carácter propio, su fuerza expresiva y su valor formal. 

    Tanto como el pensamiento, el arte vanguardístico de tradición ilustrada, fue mirado con desconfianza y recelo por la dictadura y sólo excusado en el límite, como un mal inevitable cuya presencia debía ser vigilada y restringida. Las instituciones encargadas de la administración pública de la educación y la cultura se encontraban a cargo de funcionarios ineptos en el ámbito de sus competencias pero guardianes celosos de los dogmas oficiales y ejecutores eficientes de la denuncia y la delación, a partir de las cuales funcionaban las medidas represivas. Después de muchos años de controles, restricciones y sanciones, la censura funcionaba también de manera automática: la autocensura llegó a constituir un medio tan eficiente, que el gobierno ni necesitaba ya confiscar o prohibir publicaciones, cerrar exposiciones y funciones de teatro o apresar y exiliar a sus autores. Cuando en 1986 publiqué el libro El mito del arte y el mito del pueblo, por más osadamente crítico que fuera el texto, hube de recurrir a prudentes desvíos, perífrasis y omisiones; por ejemplo, el título del libro de Giuseppe Prestipino La controversia estética en el marxismo, tuvo que se mutilado y convertido en La controversia estética, a secas, de modo que la comprometedora expresión “en el marxismo” fue cautelosamente tachada. 

El arte, pues, creció como práctica marginal. Ahora bien, este hecho adverso, tan perjudicial en un plano, abrió en otro la posibilidad de que ciertos artistas y operadores culturales parapetados en sus espacios propios, lograran crear microcircuitos alternativos desde los cuales pudieron  resistir las presiones de la dictadura y proponer imágenes alternativas a los dogmas oficiales. Así, durante ese tiempo el arte ha cumplido en parte el viejo sueño ilustrado de desempeñar un papel crítico, aunque no fuera revolucionario, claro, ni siquiera transformador en lo inmediato. Este momento disidente debe ser buscado no en las proclamas, declaraciones y consignas que invocaban, disciplinadamente, el “compromiso con la historia”, y no en la deseada constitución de frentes de creadores y pensadores adscriptos a movimientos revolucionarios: el aporte contestatario de los artistas debe ser rastreado en cierta desestabilización del discurso autoritario a través de imágenes.  Las obras más consistentes de ese momento lograron perturbar ciertas certezas que fundamentaban el discurso dictatorial: el mito del “Paraguay eterno”, sustraído a todo devenir y afirmado al margen de la diferencia. Muchas imágenes ayudaron a revelar los conflictos de la historia, su contingencia y sus riesgos; permitieron vislumbrar  alternativas y anticipar otros tiempos posibles. Y lo hicieron promoviendo oportunas sacudidas de la sensibilidad entumecida y discutiendo las fórmulas de la representación y los límites de los imaginarios colectivos. Los acercamientos oblicuos del arte han servido, sin duda, para burlar el cerco estricto de la censura y esquivar la represión. Pero las estrategias veladas de la retórica no sólo permitieron disimular el deseo trasgresor: las metáforas y sus juegos de máscaras, sombras y reflejos, el trabajo de la apariencia, también sirvieron para impugnar la figura de verdades absolutas y sentidos únicos y para imaginar terceros lugares (para levantar la escena de la diferencia que sólo puede ser entrevista de manera ladeada).