Posted on: Abril 16, 2020 Posted by: odradek Comments: 0
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Admiro a la gente a la que no le gusta sufrir, que piensa que en esta vida le tocó la alegría y en otra se verá, argumentando con simpleza el esconder el trauma universal que aterrizó en su nacimiento. Otros, satisfechos de dolor, se acunan en el llanto silencioso y permanente. A esos los conozco bien, los huelo como hacen los perros. Recuerdo la mascota de una amiga, que mordía solo a la gente con problemas psiquiátricos. Mi teoría era que  identificaba el olor de los fármacos. Estar triste y ser mordido en la calle puede parecer un evento trágico, pero también de una cierta fragilidad hermosa ante lo feroz del día a día.

Viendo la serie “Normal People”, basada en la novela de Sally Rooney, acontecía mi sufrimiento frente a mí, como quien se sienta en una estación de tren a mirar los vagones que se van sucediendo. Alguna vez, en el clímax de mi propia cinematografía, soñé que estaba en una playa vacía y una locomotora negra, llena de fantasmas, salía de mi vista en dirección a la izquierda —que asocio siempre con el pasado—.

La serie, una versión irlandesa de cualquier historia de amor a los veinte años, muestra el terreno de nadie en el que solemos movernos a esa edad, anclados a la alegría que exacerba un otro, erigiéndose como la única persona en el mundo que nos comprende y participa activamente del relato más triste de nuestras vidas. Un monumento de gruta o plaza con el que comemos, tiramos y fantaseamos, un ente al que laureamos ante la más mínima semejanza en cualquier historia posible, el referente o el imán que atrae todo lo que nos emociona.

Le pregunté a un ex amor a esa edad: “¿Cuál es tu historia más triste?” “Me quedé pensando, pero no sé”, respondió en un escueto correo esa misma tarde. Para mí, que la melancolía tenía nombres y apellidos, necesitaba hacerla dialogar con la suya. Hacer de la tristeza de los dos, una sola idea que nos llenara el cuerpo, nos diera sentido y nos hiciera luchar contra el dolor. Marianne, la protagonista de la historia, se entrega a la vulnerabilidad emocional de dar el primer paso, ávida de sacarse la ropa y de mostrar su interior dañado a aquel que lo lleva también pero lo esconde con habilidad. La apatía del protagonista masculino (Connel), marca la dificultad de abrir los cajones negros de la pena, la que con habilidad maestra o con precisión de cirujano, hemos destapado algunas mujeres por educación familiar o religiosa. Particularmente, sentía en algún momento, que mi presencia era una suerte de pócima de la verdad, ante la que los hombres con los que me vinculaba caían a un pozo desconocido. Llegaba yo, con el súperpoder de que me cuenten historias sin pedirlas, y a medida que las relaciones avanzaban, la débil estructura que contenía a esos entes masculinos se iba cayendo como un muro viejo levantado durante la guerra. Veía a mis parejas o amantes afirmándose a esa última pared. Ahí venía la separación.

A veces, la vida te condena en algún periodo a ser una virgen de yeso puesta a la intemperie. Deslavada bajo la lluvia pero virgen al fin, ese que te amó te irá a dejar flores de tanto en tanto. Te ves a ti misma adornada en esa gruta, hasta que el feligrés deja de creer en esa imagen y eres removida a un basural o a un jardín.

El close up a unas zapatillas gastadas, helados que se derriten en el piso, sostenes que no salen a la primera y que las mujeres debemos quitarlos ante cierta impericia. Mirada de lupa a los efectos del calor, a lo no atractivo, a lo que no podemos decir porque no lo sabemos. En la exigencia discursiva del presente, se nos pide a los amantes que tengamos postura social, moral y crítica. Los puntos suspensivos son afrentas o gestos obsoletos para los que nos acostumbramos al punto seguido o al final en estos últimos años.

El enrarecimiento de la trama, del amor, de la violencia, nos deja como sujetos a merced de una lluvia que acecha pero no llega —tanto o peor que un diluvio certero en un tiempo remoto— fenómeno climático emocional que nos hace pensar en los veinte años. Allí la vida pasaba como la fortuna: fugaz, calva, oportunista, a la que había que mirar de frente para no perderla. El estudio de la literatura (una de las tramas subyacentes a la serie y a mi vida) presentaba un panorama diferente al creado por los estados o los sistemas económicos y se ajustaba a ese destino incierto del amor. Los que pisábamos la universidad ardiendo en sensibilidad y experiencias, no sabíamos en lo que nos ganaríamos la vida, pero eso generaba cierta valentía en el interior del corazón. Algunos nos ganamos el pan escribiendo y con la mayor de las suertes conmoviendo a los lectores. A otros les tocó renunciar a ser paseantes y vistieron la corbata económica con la mayor dignidad posible.

El amor tiene muchas fisonomías, encuentros y libertades. Tal vez el mejor gesto amoroso sea abrir la Alameda definitiva a ese que conoció cada calle de tu fisonomía y no la utilizó a su favor ni lo hará nunca. Vida y muerte se cruzan en un relato compartido, la tragedia de los cuerpos que dejaron de amarse permanece. Queremos ser felices sin saber por qué. Queremos al otro y despreciamos la propia vida antes de ser adultos. ¿Quién quiere aventurarse al verdadero placer? No tengo respuesta para eso.

Soy el nuevo intento de ese enigma de los veinte años, la protagonista rara y depresiva que leía a Alejandra Pizarnik y escuchaba a Radiohead. ¿Me llevaré mi historia conmigo cuando deje el mundo? ¿Moriré al pasado en esta vida como la mosca que deja de luchar? Las respuestas están medidas por el sistema que nos aglutina, por la suma de las realidades que el conocimiento nos ofrece. Mañana será otro día, decía mi abuela. El día de las personas normales tal vez.


φ Natalia Berbelagua (Santiago, 1985) es escritora y guionista. Ha publicado, entre otros libros, Valporno (Emergencia Narrativa, 2011) e Hija natural (Planeta, 2019).

Imagen: Belén Segú