Posted on: Marzo 2, 2020 Posted by: odradek Comments: 0
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1.
Un punto suspensivo y eterno suspendido en el tiempo. O el dedo terso del pie del trapecista en la cuerda sin red. Se cae o no se cae: la expectación multiplica el desenlace. Y lo amplifica en una cadena de ansiedad que un segundo después se vuelve multitud tronante.
Ser o no ser. Gol o no gol.
A partir del instante en el que todos los posibles desenlaces convergen y son solo uno, a partir de allí es que todo se desborda: es gol. Y el fragor de las gradas es un estrépito de miles de gritos articulados en un mismo ramalazo de alegría.
Pero a veces el gol es un dolor que aúlla.
Como en ese febrero de 1977 en Asunción, aquella siesta; cuando el fútbol era una excusa colectiva porque en realidad solo importaba gritar, o que te dejaran hacerlo. Y que no hubiera balas de goma ni gases lacrimógenos por eso.

2.
Rayos de sol especialmente verticales castigan la ciudad ese verano, bastante más de lo que para sí quisiera cualquiera de las treinta mil personas que se apiñan en las gradas del estadio “Defensores del Chaco”.
Dictadura militar de fondo, Paraguay se juega el pase al mundial vecino -Argentina 78- y las calles del centro, efervescentes, viven la previa de un encuentro que se sabe crucial.
En las calles se vocifera, la gente está que grita. Y un deseo flota en el aire; esa desplegada ansiedad colectiva de goles. O lo que a la postre es más real: esa necesidad urgente de catarsis renovadora.

3.
La camiseta de la selección colombiana es de un amarillo mercurio inquietante, seña de identidad dueña de su propio respeto; una aparición que reverbera en la boca de salida al césped y que enmudece las gradas un instante.
Willington Ortiz, número 9 a la espalda, sobresale en el centro del campo: es negro casi ébano y sus andares son electrizantes. Un virtuoso del regate que define como nadie en el área.
Es siempre él la puntada exacta de oportunismo, el verdugo certero; no perdona jamás Willington.
Habría que detenerlo.

4.
Ser un niño de diez años, tener exceso de calor y de avidez y que tu pesadilla se llame Willington.
Cosas del fútbol, dirían los eternos tertulianos deportivos, esos tan especialmente irritados hoy con esa estrategia antojadiza que los dirigentes de la liga dieron en llamar “El factor siesta”.
El entrenador no confía ya en la garra guaraní, suelta un periódico; la albirroja cojea, titula otro, recurramos pues a lo que en este país sobra, tercia el entrenador: apelemos a ese fuego despótico y tan paraguayamente devastador: nuestro omnipresente sol.
Nadie que no sea de estas tierras podrá contra nuestro calor de febrero, afirma el técnico. Ni los mismos colombianos. Ni los mismos colombianos del Caribe.
El partido quedó fijado para las 15:00 de uno de los domingos más bochornosos de la década.

5.
Las bocas de acceso al estadio se atragantan de bullicio y espera; las gradas se contornean en un vaivén intermitente, de acordeón nervioso.
El sol en su sitio. El factor siesta activado.
Pastillas de menta, chipas, sánguches, mosto helado, cigarrillos, en una canasta todo, ofrece el vendedor ambulante que serpentea avezado entre los miles de rostros ansiosos, sofocados.

6.
Flota en ese coliseo vivo una suerte de agobio mudo solo entendido por quien lo comparte implícito, in situ. Un prurito rebelde que progresa en las gradas como una calima de insatisfacción cierta, hace décadas compartida.
Ser un niño de diez años, estar mal sentado en un hueco del sector Este del estadio y soportar el inmenso sol fregando desde el oeste. Y que tus fantasmas circunden tus espacios en forma de Willington, botas y fusiles.
El factor siesta, advierten las radios en AM, requiere cuanto menos de una dosis de estoicismo. Mejor llamémosle patriotismo, preconizan desde arriba.
Cuarenta grados de calor y veintidós años de dominio castrense enmarcan la siesta. Es siempre árida la espera.

7.
Un grupo de élite de quince oficiales de uniforme caqui provoca cierto revuelo en el sector Preferencias. Culatas de fusil y birretes rodean el palco entre gente que cede el paso, acostumbrada.
Un tumulto de rutina más bien domesticado.
Alfredo Stroessner, general de ejército, tierra y aire, y excelentísimo señor presidente de la república a tenor del inmenso cartel que domina con su efigie el sector Norte del estadio, hace su ingreso de siempre, como siempre. Marcialmente inquisitivo.
Parsimonioso va el general -desde lejos sólo es un sombrero de fieltro claro- y ocupa su manido lugar en la liturgia por él impuesta y por lustros repetida. Y se acomoda -terrenal como ninguno- en la butaca preferente.
No se oye un solo murmullo.

8.
Tener diez años y que el partido no empiece nunca.

9.
…recibe Ortiz la pelota, la domina y amaga, deja a dos atrás y avanza, hay peligro señores, zigzaguea Willington, atención!, emprende un desborde lateral… pero puntea más de la cuenta el cuero, se cierra sesgado al arco el as, parece que no llega Ortiz, parece que esta vez no Willington, la línea de fondo se le acaba…

Pero es allí -allí- ya cayendo, desplegando una pirueta más bien fúnebre, que lo tres dedos del botín derecho del 9 inventan ese disparo aciago: el balón cruza en paralelo la portería y describe de repente una comba imposible…


…y cambia de sentido el balón; el balón se cuela en el ángulo superior derecho del arco; qué pena, señores; el balón se mete, el balón infla las redes, el balón besa las redes, el balón descansa dentro de la escuadra, anestesiado…

Gol colombiano.
Un flash de pavor frío congela el estadio entero. Pese a los cuarenta grados.

10.
Nadie podrá saber con certeza si fue ese instante en el que algo trastabilla -un solo click de alcance multitudinario-, si fue ese momento el detonante del primer silbido.
Un bisturí sonoro que disecciona los sentidos; un chiflido teledirigido al palco e inequívocamente no deportivo.
El general se mueve inquieto en su sitio, un desatino el silbido. Un pelo en la leche inmaculada, una gota de limón en la copa de vino. Un aliento turbio que se cuela en su silla curul, en las butacas de sus ministros, en los asientos de los secuaces de traje y gafas oscuras.

11.
Uno tiene diez años pero cualquier hincha que albergue esperanzas ínfimas sabe que el minuto 90 es la línea que clausura el horizonte, el clavo ardiente. El suspiro hasta el final contenido.
Y cualquier balonazo al área es válido ya, y todo orden táctico es barrido.
Es en el minuto 90 o ya no es. Se cae o no se cae.
El punto final resulta ser suspensivo.

12.
No me pregunten cómo pero fue Willington otra vez; quizás fueran sus designios. Debería ser entronizado, como mínimo.
Un pelotazo del 9, chutado a las desesperadas, sobrepasa los límites del campo y enfila como un misil hacia el palco presidencial, más allá de la frontera de lo permitido y, con seguridad, por encima de lo legislado.
Un obús que se lleva en volandas el sombrero panamá claro y que sacude la silla atornillada. Tanto, que el hombre de la efigie en los carteles parece que se viene abajo.

13.
Se cae o no se cae. Hay fracciones de segundo que escenifican tan bien el presente que agotan en ese único destello, que también es agonía, la razón de ser de su infinitesimal vida.
Se cae o no se cae; la primera risa, arrancada atávica, es la chispa que enciende el reguero; la combustión se avecina. La sublimación del festejo es inminente, el clímax irreprimible.
Se cae.
El general tendido en el suelo, culo en tierra, es la zona cero de treinta mil carcajadas sincronizadas.
El estadio también se viene abajo, es una alegoría viva.
Y a renglón seguido y, como si todo fuera poco, cae el otro gol. El tercero, digamos.
Es el minuto 90 y hay gol paraguayo.

…una sucesión de rebotes dentro del área, entre la maraña de piernas rivales, señores, y cuando el balón bota para perderse afuera, brota la salvadora cabeza de Carlos Jara Saguier, repatriado del Cruz Azul, que vulnera al fin las trincheras enemigas: grítenlo todos, golaaazo señoresss…

14.
Silbato final.
La ovación es una y el partido capitulado solo ensancha el delirio.
El general sigue tendido, nublado; es el turno de los paramédicos. Calles abajo son los carros hidrantes de la policía los que intentan reprimir tanta rebelión encendida. Chorros violentos de agua que, más que castigo, se convierten en ablución pura. La risa no puede ser disuelta ni el contento dividido.
El raudal se desborda; el agua cae redundante y se expande, segundos después, sumisa.
Hay coros eufóricos en las inmediaciones del estadio y en todo el extrarradio, imagino. Gente con la boca llena de gol, gol que es rabia y desquite.
El vendedor ambulante va regalando sus pastillas de menta; juraría que son los efectos de la siesta y sus bondades.

Uno tiene diez años y duda que después de esto pueda haber más vida.