
No está del todo hecho. Es un tipo a medio hacer, inconcluso. Reflejo de ello es el huerto que ha dejado a medio terminar. Con gran entusiasmo tomó un par de tablas que encontró en los rincones del patio trasero y las organizó en medio del jardín. Meses atrás había tomado un curso de compost donde le habían mencionado las condiciones en que debía nutrirse la tierra y otras cosas de menor importancia. La determinación con la que se propuso hacer aquel huerto no respondía a su temperamento flácido e inconsistente. Un sujeto con más convicciones que cuerpo.
La persona en cuestión es un tipo delgado, al borde de la desaparición. Contrariamente a su cuerpo, es de carácter tosco. Si hubiera que dibujar un cuerpo de su carácter sería la de un cuerpo con extremidades cortas y anchas. El dibujo: una figura chata trazada con la ayuda de un carbón sobre una superficie de cartón o lija. Aquello reflejaría las asperezas de su temperamento y la ausencia de luz. La primera línea a trazar sería una línea insegura de algo que no tiene cuello pero que tiene dedos y manos gordas. Manos que en ningún caso representan las reales: largas, huesudas y elegantes. Impúdicamente, y en presencia de terceros, me había abandonado a la observación de sus manos. De ellas, conservo el movimiento de sus yemas y la forma en cómo tocaba cada cosa. A diferencia de otras partes de su cuerpo, de sus manos diría que son maduras. Tocaba exclusivamente lo que era de su interés; lo que no, lo rechazaba categóricamente. El gato era un problema constante cada vez que se le acercaba. Con un solo gesto dactilar lograba apartarlo de su lado. Disfrutaba esa escena, especialmente escucharlo murmurar un par de palabras en su contra después de alejarlo.
Otras veces –escasas– lo vi acariciarlo bruta e indiferentemente. Sus dedos se recogían torpe e infantilmente rompiendo la mesura del temperamento que tanto los caracterizaba. Todas estas contradicciones despertaban en mí una mezcla de fascinación e intriga que inevitablemente me llevaban a la comparación. ¿Contenía yo algo del gato o de las cosas que parecían desagradarle? Brotaban en mi interior sensaciones absurdas de competencia que ponía a los objetos admirados y rechazados a favor o en mi contra. Imaginaba así reconciliaciones entre él y objetos ajenos. Luego los comparaba con mis cosas y me explicaba, testarudamente, el motivo de su rechazo.
Recuerdo una vez que lo vi eligiendo limones en el supermercado. Los que lo conocen dirán que estoy equivocada o que soy víctima aún de mis discursos insistentes que buscan cohesionar la realidad. Esta realidad. De cualquier forma, me encontraba al otro extremo de donde estaban las frutas y verduras, escondida entre juguetes y tarjetas de cumpleaños. Desde ahí, lo vi pararse frente al estante de los limones y levantar cada uno de los limones llevándolos a la altura de su cabeza. Seguido esto, pude ver cómo lo giraba para comprobar que su perfección fuese total. Ejercicio que se repitió con los pimentones rojos y los pepinos.
En medio de muñecas de plástico y pelotas de fútbol, pensaba en los pepinos del supermercado y en la clase de imperfecciones que un pepino prácticamente congelado pudiese tener. Seguido esto, pensaba en mi piel y en si acaso pasaba las pruebas de su observación. ¿Era mi piel lo suficientemente tersa y uniforme como para introducirme en su bolsa?
El jardín de su casa era mediano y recibía un cuidado arbitrario. Todo tenía un largo diferente como si hubiese sido cortado o podado a destiempo, según el estado anímico de sus habitantes. Era la combinación perfecta entre cuidado y olvido. Un jardín perfectamente podado me habría transmitido desconfianza y ansiedad. Por el contrario, un jardín seco habría sido señal de abandono. Este era un jardín verde y sin podar. Un jardín silvestre, con carácter. Su madre lo había llenado con pequeños y medianos maceteros de greda en los cuales plantaba orégano, cilantro y flores de la estación. Su madre era una mujer que tenía casi la misma edad que la mía. Recorría la casa dando suaves pasos para no molestar a nadie y coleccionaba aceites de todo tipo. Para dormir, el noreli –decía a solas en el living; a diferencia de mi madre que prefería los fármacos. Ambas de movimientos circulares y bien dirigidos. Quizás estos movimientos se lo debía a su oficio de juventud. Había trabajado la mayor parte de su vida como asistente de vuelo en una de las aerolíneas del país.
Durante el verano dejaban el regador encendido durante la mañana mientras él se sentaba en la reposera a controlar el riego. Un riego automático artesanalmente construido que apenas demandaba atención. Se involucraba poco y es posible incluso que no estuviera presente del todo.
Algo similar proyectaba su pieza. Un pequeño cuarto al final del pasillo junto al baño principal. A pesar de que todo respondía a un orden práctico y estratégico, la impresión que transmitía era la que se tendría al entrar en una casa durante una mudanza. Su taller corría otra suerte. Allí todo estaba perfectamente ordenado. Cada cosa ocupaba un lugar definitivo que facilitaba el uso de los otros objetos. El espacio había sido medido y dividido por la mitad para un mejor uso y para efectos visuales. Una línea suavemente trazada con lápiz grafito en la pared lo corroboraba. Las líneas lo eran todo. Líneas gruesas y profundas como los surcos que cavó con gran esfuerzo y marcaban el comienzo y el fin del huerto a medio terminar. Líneas sutiles, trazadas suavemente, encubridoras de obsesiones. En esta categoría entraban la mayoría de las líneas que lo definían. Líneas que formaban ángulos rectos, triángulos isósceles y equiláteros.
Allá tanto como aquí sólo lo inmóvil y tangible permanece.
Y me resulta extraño, casi imposible, no tanto el que se haya vuelto un hombre sin cara, fenómeno que había experimentado incontadas veces segundos después de las despedidas, sino el hecho de que todo lo inmóvil aparezca tan sólido, incluso en el plano de los sueños. Siempre creí que arrastraba la mirada de un lado a otro superficialmente para adoptar una actitud distanciada que no tenía mayor interés en las cosas observadas.
Hoy compruebo que mi fijación por las sillas y las cosas, no sólo fue un recurso para fugarme de ese presente, sino también todo lo que actualmente reemplaza la ausencia de su rostro. Y no. No me molestan ni me perturban. Tomo la siesta en un patio que no me pertenece y confieso que me he sentado a la mesa los domingos junto a su madre durante el almuerzo. Desde allí observo las copas, cortinas, ventanas y todo lo circundante ir y venir antojadizamente. Las sillas me acompañan, me explican cosas y consuelan.
Desde aquí, paseo por los pasillos de su casa: cortina de baño abierta, ventana a medio cerrar, luz colándose y difuminándose en el parquet. Si me esfuerzo, puedo ver el interior del clóset y las tres repisas y compartimentos donde guarda su ropa organizada según las partes del cuerpo y el orden en que se viste; primero los gorros y perfumes, luego las poleras, chalecos, calzoncillos y, finalmente, los pantalones y calcetines.
Si hubiera sabido que esa noche estaba despidiéndose de lo inmóvil habría cambiado las cosas de lugar. Eso habría llamado su atención y desviado su propósito. Eso lo habría desorientado inaugurando una conversación en torno a los objetos. Habría preguntado por la banca y por las razones que tuvo al mover cada cosa de lugar. Que las revistas que he dejado sobre el velador no me pertenecen. Fijaría la mirada sobre los libros que sí son míos dando origen a otras discusiones. Que la decisión de haber puesto la cama junto al ventanal fue poco inteligente, que es invierno o que he olvidado limpiar la zona del escritorio donde suelen acumularse las pelusas. Su dedo apuntándolas. Habría quitado la cama de mi habitación. La habría sacado, movido al cuarto de al lado o dejado en el último extremo de la terraza. Tapada. Eso habría introducido preguntas de otro tipo y en lugar de verlo como lo hago hoy, tendría el recuerdo de un hombre que se pasea por mi pieza semi vacía interrogándome. Entonces quedarían sus preguntas y el reclamo por haber movido las cosas de forma poco práctica.
A diferencia de su rostro, convertido en el sonido de las letras que componen su nombre y que pronuncio mentalmente, las ventanas, las sillas de la terraza, el gomero y la cama, conservan la distancia de siempre. Incluso en los sueños es un cuerpo que duerme siempre oculto y que al revelarse me da la espalda. Contrariamente a eso, su casa se conserva intacta en el plano de lo onírico.
Eso no queda bien– me dice mientras observa mi pieza exponiendo una serie de instrucciones y reclamos. Reclamos sutiles, otros no tanto. Sugerencias que habrían puesto la cama, el escritorio y el librero en su lugar original. Yo habría defendido la cama junto a la ventana explicándole que desde ahí el pedazo de cielo que se veía es mayor ahora.
Que la parra sobre el muro de la casa de al frente gana protagonismo y también las tórtolas que viven en ella. Lo habría empujado hasta recostarlo de ese lado de la cama y ahí estaría: acostado sobre su cama pero boca arriba. Enojado por la brutalidad con la que lo he empujado y extrañado porque no hay tórtolas ni parra. Es de noche. Aún así, eso habría sido suficiente –quizás– para evitar el mal mayor de verlo con los brazos abiertos sobre mi cama. Boca abajo. Yo podría vivir con eso. No sé exactamente cómo, pero podría. Con las palabras que quedaron de las instrucciones y reclamos y explicaciones. Y sobre todo, con las explicaciones que me da para convencerme de que la cama no puede ir, bajo ningún motivo, junto a la ventana.
φ Verónica Echeverría (Santiago, 1992). Estudió literatura en la Universidad Diego Portales. Ha desempeñado trabajos como investigadora, traductora y publicado textos en la revista literaria Saposcat.