Posted on: Febrero 26, 2020 Posted by: odradek Comments: 0
Visitas: 240

Es raro encontrar libros cuya segunda lectura nos sorprenda más que la original y remota. Me ha sucedido con La poética del espacio, de Bachelard, que ahora abrí siguiendo una pista intuitiva para la redacción de este artículo. El caso es, por lo demás, curioso. Debo decir que en mi primera lectura sólo vislumbré el interés de esas páginas, y que las leí de manera didáctica, subrayando ciertos párrafos con lápiz de grafito, tratando de hacer mío un saber para el que entonces me faltaba un sustento: el de la experiencia. Esta experiencia es específicamente la pérdida de la casa natal. Yo conocía a Bachelard bajo la severa protección de mi casa natal, la misma de mi padre, la que mis abuelos habitaron desde principios de siglo y que hacia 1980 –más por rémora psicológica que por apego consciente al pasado– permanecía sin grandes modificaciones. Por tanto, no había mayores distancias entre esa casa y mi joven yo de ese entonces. No había entre nosotros ni frustración ni ensueño. La casa no era, de este modo, visible, como es ahora para mí cuando ya no puedo conjurar sus escombros. Soñar entonces con los rincones de ese criollo “museo de la vida” no significaba sino soñar con el presente; un presente algo anacrónico, si se quiere, pero cuyos misterios eran más bien ornamentos para entretener a las visitas. Los remanentes del tiempo ido, las penaduras y el polvo, los gobelinos, los yesos y los pirograbados caseros conformaban un cuento general de intención melancólica pero humorística. La reflexión sobre la fotografía me ha conducido allí, a uno de los desvanes de una casa que era un desván en sí misma.

En ese lugar –un segundo piso hechizamente incorporado a una pieza altísima– se habían ido acumulando diarios y las revistas “ilustradas” de varias décadas. Hay una edad en que uno busca estos rincones depreciados. Ejerce ahí los primeros tedios conscientes de la intimidad (“desván de mis tedios, cuántas veces te he echado de menos, cuando la vida múltiple me hacía perder el germen de toda libertad!”, anota Bachelard). Pero además abre los ojos al pasado: una esfera sepultada por el bombardeo de las ansiedades cotidianas que, no obstante, es posible configurar como un mundo lleno de caminos de entrada. Esta es, acaso, la primera desestabilización del presente: la sospecha  inicial de que la vida no es férrea ni unidireccional. Al revés que en la mecánica espiritista, son los fantasmas los que despiertan aquí al espíritu dormido.

Alguna vez conversábamos de este asunto con el periodista Luis Alberto Ganderats. Coincidíamos en que el presente uno lo conoce en  grado notorio a través de los diarios y las revistas. Acaso por necesidad se empeña en mantener en funcionamiento ese ruido informativo de lo que parece ser simultáneo a los episodios de nuestra vida privada, ese flujo abusivo que nos inunda con las alarmas de la política y las alternativas de la vida socializada de los otros. De algún modo, un lector desplazado, un lector de desván, puede inmiscuirse en el pasado con no menor intensidad. Ahí estaba, pues, el desván, la refracción de dos tiempos y dos mundos, y en él, página a página, un abandonado tesoro fotográfico. Una de estas revistas era Zig-Zag. Había sido fundada en 1905, como punta de lanza de la empresa homónima dirigida por Agustín Edwards.

Fue, hasta donde sabemos, la primera en su género que apareció en Sudamérica. Si bien la fotografía era un elemento fundamental para los esfuerzos modernizadores de Zig-Zag, es claro que no se le daba la categoría de arte independiente. En ese momento la fotografía era aún una actividad nueva, no  muy prestigiosa, y la posibilidad de reproducirla por impreso era más nueva aún. El fotógrafo era más que nada un operario, y no se esperaba de él ninguna nota de tono espiritual. En su estructura, el repertorio fotográfico de Zig-Zag no difiere gran cosa del de cualquier magazine actual. Se mostraba la vida social aledaña a las carreras del Club Hípico, fiestas “japonesas”, corsos de flores en los balnearios, retratos de magistrados y de bellezas nacionales. Pero importaban más las reproducciones  cromáticas de pinturas (por ellas se habían importado las máquinas norteamericanas más modernas) y, por cierto, las ilustraciones. De hecho, los fotógrafos eran casi anónimos; los ilustradores, en cambio, tenían nombres –valga la expresión– ilustres: Moustache, Pedro Subercaseaux y, en menor grado, Richon-Brunet.

En las revistas de ese período se puede apreciar la incomodidad del arte fotográfico para ser entendido como tal. Cuando se quería hacer “fotografía artística” se buscaba el efecto a través de la composición del modelo. Esta imitaba la de la pintura en boga: viñetas alegóricas de la primavera o del otoño, faunos correteando por el claro de un bosque, o la escena de una mujer reclinada en la ventana con el conveniente rótulo de “La Melancolía”.

Es curiosa esta confusión, porque la fotografía podría ser considerada como arte sin necesidad de especulaciones exhaustivas. Es arte porque sí, y desde su origen.

No hay buenos argumentos, por ejemplo, para desacreditar el efecto artístico –real, simple, desnudo– de las que se nos han mostrado como las primeras fotografías, la de los desvaídos techos parisinos o la del hombre borroso parado en una esquina. En esas imágenes, como en una primera revelación, está ya planteada la física y la metafísica de la fotografía. Se trata, descontada la discusión técnica, de fotografías actuales. Los experimentos de Man Ray, las distracciones del photoshop y las blasfemias de Mapplethorpe o Witkin no han sumado nada a esta condición básica: la facultad de fijar perdurablemente lo que es fugaz en el espacio y en el tiempo. Se diría que la representación pictórica y la fotografía trabajan –a su manera– para confirmar cada vez ese enunciado de Lucrecio: “El alma también se descompone y se disipa como el humo en el aire”.

El hecho de que la fotografía sea más que nada contenido, de que sea trasparente en  función de la realidad que intersecta, no hace más que acentuar su carácter artístico, o, si se quiere, poético. Es un medio que no debe acarrear –como los otros, más antiguos– una carga de sonajeras retóricas. Culminación del racionalismo óptico de prosapia  renacentista, nos pone en situación de especular con la muerte y con el sueño. El sueño, que el romanticismo –y, a su modo, el simbolismo– reclamaron como fuente de la poesía o como “forma de arte en sí misma”, es una metáfora que se encadena fácilmente al proceso fotográfico: el ajetreo de una luz a la distancia que se fija –para mayor gloria de los símbolos– en el amnios de la oscuridad. No por nada De Quincey –según nos recuerda Mario Praz– llamó “esa misteriosa cámara oscura” a la mente que se duerme.

Pero volvamos al desván. Estaban también Selecta y Familia, dos buenas publicaciones de la empresa Zig-Zag. En la primera, una  revista de arte y cultura, la fotografía era reducida nada más que a la reproducción de pinturas o la información de objetos de interés (alfanjes, mobiliarios). En la segunda tenía más o menos el mismo lugar que en Zig-Zag o en Sucesos. No ocurre lo mismo con el San Francisco Chronicle, en sus ediciones de gran formato de los años 20. Aquí la página está absolutamente encomendada a la presencia de las fotos: los textos son mínimos y sirven nada más que como lectura complementaria. El mundo es presentado como un caleidoscopio de imágenes, diurnas y nocturnas, íntimas y exteriores, animales y humanas. Algo había pasado en 15 años de rodaje periodístico. Hay que anotar, eso sí, una cuestión: en este caso se privilegia las expresiones extravagantes y grotescas de la existencia. Los personajes más caracterizados del San Francisco Chronicle están próximos al fenómeno: enanos, gigantes, travestidos, una mujer que se gana la vida como Monna Lisa viviente, princesas aborígenes, chimpancés boxeadores. Entre ellos, de vez  en cuando, gente que aún podemos reconocer: Isadora Ducan y el poeta Essenin, o bien W.B. Yeats. Ya en los años 40 la fotografía había logrado un lugar relevante en su formato revisteril. Esto se puede ver en En Guardia, un informativo estadounidense de guerra para el  público centro y sudamericano, y, por cierto, en Life, donde la firma del fotógrafo tuvo por primera vez importancia. En las décadas siguientes, Paris Match y O’Cruzeiro prolongarían el estilo, con el agregado de que la impresión se realizaba sobre papel opaco, en vez de couché.

Pero volvamos al desván. Estaban también Selecta y Familia, dos buenas publicaciones de la empresa Zig-Zag. En la primera, una  revista de arte y cultura, la fotografía era reducida nada más que a la reproducción de pinturas o la información de objetos de interés (alfanjes, mobiliarios). En la segunda tenía más o menos el mismo lugar que en Zig-Zag o en Sucesos. No ocurre lo mismo con el San Francisco Chronicle, en sus ediciones de gran formato de los años 20. Aquí la página está absolutamente encomendada a la presencia de las fotos: los textos  son mínimos y sirven nada más que como lectura complementaria. El mundo es presentado como un caleidoscopio de imágenes, diurnas y nocturnas, íntimas y exteriores, animales y humanas. Algo había pasado en 15 años de rodaje periodístico. Hay que anotar, eso sí, una cuestión: en este caso se privilegia las expresiones extravagantes y grotescas de la existencia. Los personajes más caracterizados del San Francisco Chronicle están próximos al fenómeno: enanos, gigantes, travestidos, una mujer que se gana la vida como Monna Lisa viviente, princesas aborígenes, chimpancés boxeadores. Entre ellos, de vez en cuando, gente que aún podemos reconocer: Isadora Ducan y el poeta Essenin, o bien W.B. Yeats. Ya en los años 40 la fotografía había logrado un lugar relevante en su formato revisteril. Esto se puede ver en En Guardia, un informativo estadounidense de guerra para el público centro  y sudamericano, y, por cierto, en Life, donde la firma del fotógrafo tuvo por primera vez importancia. En las décadas siguientes, Paris Match y O’Cruzeiro prolongarían el estilo, con el agregado de que la impresión se realizaba sobre papel opaco, en vez de couché.

Con esto, las imágenes ganan mucho en vaporosidad, se hacen a la vez distantes y habitables. Aun las escenas más violentas –matanzas callejeras, arrestos– se hacen tolerables al arbitrio de la estetización del encuadre. Mientras más espacio editorial  se le da aquí a la fotografía –a menudo páginas enteras de tamaño “medio Mercurio”– la vida pareciera tanto más silenciosa y digna de contemplación. Pases mágicos del lente: con inaudita generosidad, a las escenas triviales o sórdidas se las impregna de una atmósfera de apaciguamiento, a los rostros más vulgares se les confiere un aura de espiritualidad. Se diría que los fotógrafos de este período silencian al mundo por un instante –el prolongado instante de la obturación– para lograr de él una imagen cuyo marco es esa ausencia de ruido. Es la contrapartida del sensacionalismo de –por ejemplo– la Vea de la primera etapa, o de Flash, donde el visor del fotógrafo rastrojea entre los desperdicios del lugar del crimen, donde se persigue hasta lo inmoral la secuencia de un hombre obeso que agoniza tras  ser aplastado por un murallón en el terremoto de Valparaíso en 1964. Al contrario, en publicaciones como Life o Paris Match o   O’Cruzeiro se le dio al presente el extraño espesor de la  ausencia, lo que indica que la fotografía había adquirido por entonces un lugar no sojuzgado por la información. Son imágenes que aún hoy siguen cautivando por sí mismas, con prescindencia de su contexto. “En la ausencia –escribe Martín Cerda– las cosas parecen siempre depurarse. Pierden sus aristas más hirientes. Se las siente oprimir, dolorosamente, la piel del instante como si su privación retuviese parte de nuestra existencia, dejándola inexorablemente trunca e insatisfecha”.Hay que anotar que los primeros encuentros del niño con los mundos fotográficos no son sólo los que proporciona el tesoro de las revistas. Mucho antes están los álbumes de familia, la historia visual de la genealogía. Me atrevería a decir que ésta no es una  presentación feliz, acaso por obstáculos ontológicos. Hay una espontánea tendencia a rechazar las referencias de un mundo estrechamente propio en el que uno sin embargo aún no tiene existencia. Refiriéndose a unas filmaciones familiares, algo de esto señala Nabokov en los primeros párrafos de su Habla memoria. Excluido de  un ámbito que imaginaba nacido con él, nadie será tan radical como el niño para juzgar ridículas las modas anacrónicas en que aparecen ataviados sus parientes, el peinado copetudo de  su madre o los pantalones del padre, cerrados en los tobillos. El niño, que no tiene pasado, se siente incómodo ante la imposición de esa categoría. Es un mundo al que sólo la experiencia de los años le transferirá la necesidad de pertenecer.

Fotografía: Emilia Martín